Alberto Salcedo Ramos, en la Feria del Libro, en Bogotá.
Felicitaciones para él. Nos representa con lujo de competencias.
LuisEmilioRadaC
Alberto Salcedo Ramos
Breviario
Las verdades de mi madre
En la infancia pensaba que Ledia Ramos Quiroz, mi madre, era mayor que mi abuelo. Supongo que mi impresión se debía a que ella, con sus 175 centímetros de estatura y su aire de mando, parecía empequeñecer todo lo que la rodeaba.
Yo alardeaba frente a mis primos: les decía que mi madre era tan inteligente que no necesitó nacer niña y por eso había sido grande desde chiquita. Todo lo suyo era serio, desde el color de sus ensaladas hasta el diseño de la
ropa que nos compraba: camisas grises para mí, faldas hasta los tobillos para mi hermana. A ella no le gustaban ni el ruido, ni la histeria, ni las parejas que se besaban en la calle, ni los niños que se sentaban a la mesa sin lavarse las manos, ni las mujeres que llamaban siete veces diarias a la casa del novio, ni los hombres que se descamisaban en público.
ropa que nos compraba: camisas grises para mí, faldas hasta los tobillos para mi hermana. A ella no le gustaban ni el ruido, ni la histeria, ni las parejas que se besaban en la calle, ni los niños que se sentaban a la mesa sin lavarse las manos, ni las mujeres que llamaban siete veces diarias a la casa del novio, ni los hombres que se descamisaban en público.
Todavía hoy me parece que su sentido del deber era dramático y en algunos casos hasta desconsiderado con ella misma. También se me antojaba excesivo el rigor con el que solía entregarse a la búsqueda de la verdad, aun en los casos en que esa verdad podía resultarle adversa o dolorosa. Mi madre era incapaz de regalar un piropo en el que no creyera. Mi madre odiaba el engaño, así éste se mimetizara en un objetivo aparentemente razonable, como el de amortiguar la calamidad con una pirueta del lenguaje. Mi madre jamás se ponía capuchón para expresar –siempre en voz alta y sin rodeos– sus opiniones. Más de dos veces la vi correr el riesgo de decir verdades incómodas que los demás temían, simplemente porque para ella ninguna mentira era piadosa.
Cuando le salieron las canas, cuando le nacieron los primeros nietos, aprendió –cautelosa, sabia– a manejar sus propias intolerancias, para no sufrir a costa de ellas ni fastidiar a las demás personas con sus reclamos. Ya no perdía el tiempo amonestando a los ruidosos con una mirada fulminante, sino que se apartaba del escándalo, en busca de una trinchera donde poner a salvo su tranquilidad.
En el centro de todo ese sentido psicorrígido del orden, mi madre era un melocotón que se deshacía en el paladar: nos hacía cosquillas hasta sacarnos las lágrimas, nos escondía un juguete cualquiera y nos retaba a que lo encontráramos, mientras iba repitiendo en voz alta las palabras “frío”, “tibio”, “caliente”, según estuviéramos lejos o cerca de lograr el objetivo; nos daba un confite de almendra por cada beso sonoro que estampáramos en sus mejillas. Si yo pudiera morir acostado en mi cama mientras contemplo los arabescos de las telarañas en el techo, y si tuviera, además, la oportunidad de elegir en ese momento la imagen con la cual quisiera irme de este mundo, escogería el siguiente recuerdo. Veinticuatro de diciembre de 1973. Yo tenía diez años. Estaba estrenando un pantalón blanco de lino que mi madre me había regalado ese mismo día, por la tarde, con una de sus advertencias favoritas:
–Ya sabes, mijo: este pantalón es muy elegante. Trátalo como si fuera un arreo de la iglesia.
Sin embargo, esa noche, en vez de andarme con remilgos para proteger el pantalón como ella proponía, me fui a merodear por el cine de Arenal, el pueblo en el que vivíamos. La calle, que en aquel tiempo no había sido pa-
vimentada, era una polvareda de espanto debido a la aglomeración de gente. La muchedumbre estaba reunida alrededor de una mesa de madera rústica, sobre la cual giraba una ruleta llena de números. Yo me quedé fascinado frente a los colores de la rueda, frente al sonido que producía cuando rotaba, frente a los alaridos tremendos de los adultos. Me impresionaba –supongo– el poder imprevisible del azar. Entonces me animé a apostar los cinco pesos que me había regalado mi tío Gonzalo y, para mi sorpresa, gané: de un solo tirón resulté embolsándome treinta y cinco pesos. Con las ganancias compré, entre otras cosas, una empanada de huevo para obsequiársela a mi madre. Estaba tan embriagado por el sabor del triunfo, que me guardé la empanada en el bolsillo izquierdo del pantalón. Mientras corría desbocado hacia la casa, tenía la sensación de llevar en el muslo un tizón prendido. En cuanto llegué, mi madre notó, aterrorizada, el círculo amarillento de grasa que había convertido mi pantalón, mi fino pantalón, en un trapo de miseria. Enseguida corrió hacia mí con el rostro transfigurado por la furia. Era evidente que se aprestaba a troncharme la cabeza. En ese momento me saqué el paquete del bolsillo y le dije:
vimentada, era una polvareda de espanto debido a la aglomeración de gente. La muchedumbre estaba reunida alrededor de una mesa de madera rústica, sobre la cual giraba una ruleta llena de números. Yo me quedé fascinado frente a los colores de la rueda, frente al sonido que producía cuando rotaba, frente a los alaridos tremendos de los adultos. Me impresionaba –supongo– el poder imprevisible del azar. Entonces me animé a apostar los cinco pesos que me había regalado mi tío Gonzalo y, para mi sorpresa, gané: de un solo tirón resulté embolsándome treinta y cinco pesos. Con las ganancias compré, entre otras cosas, una empanada de huevo para obsequiársela a mi madre. Estaba tan embriagado por el sabor del triunfo, que me guardé la empanada en el bolsillo izquierdo del pantalón. Mientras corría desbocado hacia la casa, tenía la sensación de llevar en el muslo un tizón prendido. En cuanto llegué, mi madre notó, aterrorizada, el círculo amarillento de grasa que había convertido mi pantalón, mi fino pantalón, en un trapo de miseria. Enseguida corrió hacia mí con el rostro transfigurado por la furia. Era evidente que se aprestaba a troncharme la cabeza. En ese momento me saqué el paquete del bolsillo y le dije:
–Mira lo que te compré, mami.
Su semblante pasó sin ninguna transición de la rabia al regocijo. Me besó en la frente una y otra vez, me apretó emocionada contra su pecho, los ojos llorosos, la risa alborozada, como celebrando de golpe la ruina del pantalón, solo porque le permitía recibir aquel detalle cariñoso de su hijo bruto. A menudo, cuando las cosas no van bien para mí, me aferro a este recuerdo estremecedor como el náufrago al salvavidas.
En mayo del año 2000, cuando me enteré de que mi madre padecía cáncer de páncreas, les rogué a los médicos que le ocultaran la verdad. Quería evitar que el susto la matara antes que la enfermedad. Los médicos desoyeron mis súplicas y le aventaron la mala noticia de un modo que a mí se me antojó demasiado brutal. Ella se impresionó mucho, lloró, rezó, dijo que quería seguir viva. Sin embargo, no resistió la cirugía que le practicaron. A veces creo que no la mató el bisturí sino la angustia de saber que estaba gravemente enferma. Entonces repruebo al doctor que, en contra de mi voluntad, se atrevió a contarle el mal que tenía. Pero al final termino entendiendo que mi madre, mujer de una sola pieza hasta el último aliento, no hubiera aceptado ni siquiera esa mentira.
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