Me complace socializarlo por aquí por el
RADAR.
Léanlo con gusto.
RADAR,luisemilioradaconrado
@radareconomico1
El
"Nobel" invisible que Gabo me dio
El día que Gabo me condenó a
seguir cazando historias
Por: Juan Carlos Rueda Gómez
14 de Noviembre de 2017
Soy muy malo para recordar fechas, pero esa es inolvidable: domingo 6
de marzo de 1994, el día de su cumpleaños. Y el de mi padre, Miguel,
valga decirlo. Se celebraba el Festival de Cine de Cartagena y fui a esa
ciudad con mi compadre Ernesto McCausland. Eran los días en que
nutríamos con largos conversatorios inundados de café amargo el dulce
sueño de hacer cine, cuando hasta los amigos más cercanos se burlaban de
nosotros. Aprovechamos el festival para ver de qué nos podíamos untar o
con quiénes nos podíamos rozar para seguir alimentando el gusanillo que
llevábamos dentro, o darle gusto a la “rasquiñita”, como solíamos
llamarlo en nuestro código secreto, que yo alimentaba cada día con
nuevos términos en clave, lo que posteriormente Ernesto bautizó como
“Juancamente hablando”.
– Te va a tocar escribir un diccionario con ese título antes de que se te olviden las vainas –me dijo un día.
Eran los tiempos felices de Mundo Costeño, programa que hacíamos, con
escaso presupuesto, para el canal regional Telecaribe y del cual
vendíamos, para cuadrar caja, un extracto de ocho o diez minutos para
Primer Impacto, de la cadena Univisión. Eso sí: nunca hicimos nada
amarillista o que pudiera ensuciarle la cara a nuestro país. Y mucho
menos al Caribe Universal, que es mi manera de llamar a esta región
costera para no denominarla Macondo y que me acusen de copietas de Gabo.
Pues bien. Hubo una reunión en el Fuerte de La Tenaza y allí estaba el
cataquero mayor, rodeado de los que sí, pero más de los que no. Una gran
cantidad de admiradores que buscaban un autógrafo, que nunca daba, o
tomarse una foto con él. Eso nos impedía el acceso al Maestro y ya
habíamos perdido la esperanza de siquiera saludarlo. De pronto Gabo, que
vestía chaqueta tropical amarilla de lino sobre una camisa blanca,
levantó la vista y le hizo una seña a Ernesto para que le siguiéramos
hacia una zona un poco oscura de la muralla.
Siempre me consideré el Sancho Panza del quijote McCausland. Y eso era
literal, porque mi compadre me sacaba exactamente 36 centímetros de
estatura y nunca me afanaba en robarle protagonismo gratuitamente. Solo
entraba en la foto cuando él me lo pedía. De manera que, mientras ellos
conversaban, poniendo al día los cuadernos de su amistad, tras varios
años sin verse, luego de que nos presentara, me mantuve a unos tres
metros de distancia, pero escuchando toda la conversación.
– Ernestico –le dijo el maestro después de tocar varios temas– en mi
maletín cargo dos casetes de VHS con dos historias tuyas, para
demostrarle a los periodistas que vienen a los talleres de la FNPI que
Macondo no es de mi exclusividad, que esa vaina no la inventé yo, que
esas historias que he escrito están al alcance de todos en cualquier
esquina, barrio, vereda o camino de Latinoamérica. Lo que pasa es que a
la mayoría les falta ojo, oído y olfato para descubrirlas. Yo no he
inventado nada. Solo he contado lo que he visto y oído, moldeando a mi
gusto la arcilla de la cotidianidad.
– Qué maravilla, qué honor, maestro… ¿cuáles son? –dijo Ernesto.
– “Virgen a toda prueba” y “Yo conocí Mundo lindo” –respondió Gabo.
La reacción de Ernesto fue estirar el brazo moviendo su mano, indicándome que me acercara. Me tomó del hombro derecho y dijo:
– Gabo, esas historias no son mías, son de Juan Carlos. Yo las grabé y
presenté, pero fue él quien las encontró. Esa es su especialidad como
periodista.
El Maestro dio dos pasos hacia mí con los brazos extendidos, me
estrechó fuertemente durante unos segundos y, apartándose, al tiempo que
presionaba con el dedo índice de su mano derecha en mi pecho, soltó la
frase que aun retumba en cada milímetro de mi humanidad:
– ¡Tú no eres periodista, carajo! Eres más que eso. Eres un genuino cazador de historias. Un perro sabueso con fino olfato.
Justo en ese momento, llegó un fotógrafo, seguido de un grupo de
cazadores de autógrafos y la magia del encuentro saltó en pedazos. El
hombre de la cámara la obturó, pero solo registró la imagen de Gabo
mirando hacia alguien que lo abordó y yo quedé contemplándolo, lelo,
mudo. Ernesto quedó fuera de plano.
Cuando nos retiramos, mi compadre me sentenció:
– Te jodiste, Juanca. Gabo te condenó a seguir cazando historias. De por vida.
Sigo cumpliendo esa sentencia. Me alienta el “Nobel” que nuestro más
grande escritor tatuó bajo mi piel en las murallas de Cartagena.