miércoles, 9 de marzo de 2011

Carnaval y literatura, por Ariel Castillo


Complacido encontré en mi portatil este trabajo realizado por Ariel Castillo, el escritor que mencioné hace poco, porque lo observé concentradísimo escuchando y observando a los artistas que se presentaron en FestiCarnaval este sábado en el Estadio Romelio Martínez. Dije, en ese momento, que Castillo es de los narradores que nos ayudan a construir la historia de nuestro CARNAVAL. Él no se movía de su silla y sé que más adelante encontraremos sus escritos... Leámoslo con toda la calma del caso. Les adelanto que se lo gozarán y aprenderán de CARNAVAL. 

LuisEmilioRadaC


Carnaval y literatura

Las fecundas relaciones entre la literatura y el carnaval se remontan a la antigüedad clásica grecolatina y la época helenística, pasan por la Edad Media y el Renacimiento, su momento de esplendor, y se extienden hasta nuestros días, algo disminuidas en Europa, pero con un dinamismo incesante en América Latina, especialmente en el área del Caribe y Brasil, donde el espíritu popular del Carnaval se mantiene vivo.
En el presente texto nos centraremos en la presencia del carnaval en nuestra narrativa (cuento y novela), pero queremos dejar previa constancia de la necesidad de un trabajo más amplio que aborde la poesía popular de las letanías, así como las reflexiones la fiesta por parte de los más destacados escritores de la ciudad o residentes en ella desde José Félix Fuenmayor y Ramón Vinyes hasta Ramón Illán Bacca, Eduardo Márceles Daconte y Heriberto Fiorillo[1]
El carnaval en la novela y el cuento

La desposada de una sombra

La primera recreación del carnaval en nuestra literatura la realiza Abraham Zacarías López- Penha, un judío sefardita nacido en Curazao en 1865 y residente en Barranquilla desde 1887 hasta 1927, año de su muerte, quien vestía de boina y traje negro y cargaba medio ladrillo en el bolsillo de su saco por si alguien le gritaba algún apodo o frase ofensiva. Librero, editor de revistas, poeta, novelista, traductor, boticario, empresario de cine, erudito, misántropo y neurótico, considerado el introductor del modernismo en Colombia, en su novela, La desposada de una sombra, López Penha (1903: 7-12), pinta el último baile de las rumbosas fiestas del carnaval en la industriosa ciudad de B., “el delirio al cabo de un año de abstinencia, de prosa y de rutina” (7).
El carnaval que López Penha registra es el telón de fondo para una acción fantástica con visos esotéricos. El carnaval aquí descrito no es el de las clases populares, sino el de la élite[2]. Al escenario, un teatro con doble hilera de palcos e interminables asientos, en el que se baila el valse y se sirve un bufé, se llega en carruaje, y a la entrada, pese a la profusión de focos eléctricos, “hacíase imposible ver claro por entre la compacta muchedumbre de casacas, tuxedos y toda la curiosa variedad de trajes negros o fantásticos” (10).
El protagonista, un médico contemplativo y soñador, tiene escasos veinte días de haber llegado a la ciudad, y más que participante es un observador. No obstante, reconoce que “gracias al Carnaval, vime en pocos días perfectamente relacionado con casi todo lo que hay de más granado en la ciudad” (8).  Sin embargo, no disimula su rechazo al viejo y barbado Viloux que “resollaba como pudiera hacerlo alguna enorme ballena, y apestaba tan horriblemente a alcohol, que era una lástima no hubiese a mano alguna sociedad de temperancia” (9) y al verlo que “tambaleaba sobre sus larguísimas zancas; y a fin de acortar tan grata entrevista, no tuve (¡qué remedio!) sino alargarle algunas pesetas para que buenamente se fuera… a cualquier parte (10).

Fruta tropical

Autor colombiano de origen alemán, nacido hacia 1870 en Barranquilla, y muerto en Europa en 1924, Adolfo Sundheim escribió en 1919 la novela Fruta tropical, publicada en España en 1921. A medio camino entre la novela picaresca y el cuadro de costumbres con pinceladas satíricas, la novela relata las hazañas de un abogado bogotano afanoso de atesorar dinero, sin ningún escrúpulo, quien, preso accidentalmente, escapa de la cárcel haciendo creer que ha muerto, mediante la presentación, en complicidad con una admiradora, de un cadáver. Después de cambiarse el nombre y el apellido se traslada a Barranquilla, “la tierra clásica del camarón y la hicotea”, (80) donde, a punta de chanchullos, inicia un periodo de prosperidad que culmina con una inesperada conversión al catolicismo y su matrimonio con la negra Angélica, casta fruta tropical. En su emotiva exaltación de la ciudad se refiere a “la temporada festiva de antruejo que todo lo trastorna en Barranquilla” (Sundheim, 1921: 117) y recrea el 20 de enero, día de san Sebastián, “principio obligado de la serie de saturnales con que sueña durante muchos meses el pueblo más divertido quizás de la meridional América” (186). El protagonista  organiza una fiesta para sus amistades en la “que hubo diversiones para rato, haciendo el gasto en el ramo de carnestolendas los adoradores del soñoliento Momo, que se dan por carretadas en los patios y corrales de dicha buena tierra” (186). En la fiesta se hacen presentes la comparsa de indias farotas al “son melancólico de las dulces gaitas, siempre ganosas de repetir, hasta la saciedad, esa rara melancolía Caribe” (187), los belicosos gritos indígenas con la palma de la mano en la boca, una cumbiamba “al son de esa música popularísima conocida por Gallo giro, en la que la flauta lleva la voz cantante con un acompañamiento de bombo, tambor y maracas” y el baile que Nacha, la doméstica, una “avispadísma negra” de espíritu carnavalero, “mujercita de alma noble y retozona, capaz de ahuyentar el humor más negro, llevando la alegría a todo corazón sumido en la tristeza… pues parecía haber nacido para payaso, siendo como era capaz de comprender y sentir las finuras de la antigua comedia italiana, en la que con poco esfuerzo habría hecho un Arlequín de primissimo cartello” (185), quien “bailó como patoja y con la lengua afuera para remedar a la perra Merveille, provocando la hilaridad de la concurrencia, que no alcanzaba a tenerse de pura risa, sin excluir a Mister Johns, que se le cayó la baba y hasta la pipa de yeso” (188). En esta recreación se inicia una constante en la narrativa de nuestro carnaval: la de la protagonista femenina que parece encarnar la visión del mundo, la esencia de la fiesta.

“Desolación”

Cercano a cierto romanticismo folletinesco este cuento de Olga Salcedo de Medina, incluido en su libro En las penumbras del alma (1947). El relato ocurre en la plaza de un barrio de arrabal de calles tristes, sórdidas y estrechas. Formando una pareja carnavalesca, en la misma casucha, al frente de la plaza, se destacan la funeraria “La Comodidad” y el café-bar “El Torbellino” de luz anémica e intermitente, roja y azul;  colindante con ellos, la cocina popular de Juana, quien, pintada, coquetona, con un escote audaz y un heliotropo en la oreja, rodeada de hombres que la devoran con la mirada, niños y perros, ha encendido su anafe con un caldero de manteca hirviendo y sirve sobre la mesa chorizos, butifarras, morcillas y pechugas, muslos y menudencias de gallina. El calabazo de la plaza está vestido de serpentinas, caretas, máscaras, tiras de papel brillante y letreros alusivos al carnaval. El propietario de la funeraria se ha disfrazado de médico y bebe ron blanco; el hijo del dueño del bar, de  muerte, y persigue con una guadaña a los transeúntes; la comadrona, de Cleopatra, y el profesor, de Napoleón, mientras que el zapatero utiliza una totuma con cuerdas para ofrecer un concierto a los zapatos. El mundo al revés se impone:

Por obra y gracia del carnaval impera la mentira y todos realizan aquello que alguna vez han soñado. Las niñas son señoritas de alto mundo, princesas, artistas de cine. Las viejas, niñas. Algunos hombres –fenómenos del subconsciente- son señoritas. Hay mariposas, gitanos, árabes, pendencieros, bailarines, Pierrots y Colombinas. Ladran los perros de dos patas… Rugen los tigres… Embisten los toros… Las danzas de pájaros y de diablos giran sobre sí, entre cantos y coplas. Y todos rinden pleitesía a su Majestad Lastenia Primera, la reina electa en votación popular. (Salcedo 1947: 49-50) 

En una casa, al final del barrio se encuentran Carmelo y su mujer. Este ha llegado de la calle, ensimismado, a sentarse silencioso en su mecedor. La mujer, intranquila, intenta conversarle y el hombre la manda a callar. Él viene de rogarle a su patrón que le dé trabajo o un préstamo, pero se lo han negado. Tras maldecir, Carmelo sale curvado por la angustia. Al día siguiente, a las 10 de la mañana, una ambulancia con dos policías, rodeados de vecinos trasnochados, trae el cadáver de Carmelo, quien se había lanzado al río. Abrazada al ataúd, al momento del entierro, la mujer, que ha perdido la casa y el marido, se pregunta para dónde va a coger, mientras siente en sus entrañas el remezón del hijo por nacer y se escuchan, a lo lejos, los gritos, las gaitas y los tambores del martes de carnaval.
Se destaca en el cuento el contraste entre la indolencia, la mezquindad y el pragmatismo del patrón y la alegría y la solidaridad de los vecinos parranderos y, aunque al parecer el relato recrea el ritual de la muerte que cede el puesto a un nuevo nacimiento, característico del carnaval, el final del cuento es ambiguo: ¿la vida del niño que viene a sustituir al padre que se va, tras el patético suicidio, representa una esperanza o la inminencia de un nuevo desastre?
El cuento de Olga Salcedo continúa una tradición de muertes violentas en tiempos de carnaval que había iniciado José Francisco Socarrás en 1944 con su cuento “Al tercer día de carnaval” cuyo escenario, no obstante, es la zona bananera. 

“Un viejo cuento de escopeta”

Este cuento de José Félix Fuenmayor se publicó en la revista Crónica del 27 de mayo de 1950, anunciado como el primero de una serie que evoca a la vieja Barranquilla. Un par de ancianos, Martín –alto y huesudo- y Petrona –bajita y débil- deciden mudarse del campo a la ciudad. Venden su finca con todo y se trasladan a la incipiente urbe –ella en burro; él a caballo-, pero se traen una vieja escopeta adquirida mediante el trueque por una carga de yuca a un desconocido. Como la escopeta les genera temores y quieren deshacerse de ella, Martín, al escuchar que un grupo de danzas del carnaval, la “Danza de los Pájaros”, necesita una para su representación, decide regalársela, pero estos solo la aceptan prestada. Durante seis carnavales consecutivos la escopeta es la sensación hasta cuando en una ocasión al escenificar la muerte del gavilán por el cazador en defensa de la paloma, se dispara y da muerte al danzante. En la confusión aparece un extraño en busca de Martín para que recoja el arma, y su mujer cree ver que ese hombre es el mismo vendedor que, según su intuición, no es otro que el diablo que carga las escopetas.
El cuento recrea, pues, esa creencia tras la cual subyace la idea de la fatalidad y la desgracia asociadas al espíritu del mal. El narrador logra crear un clima con visos mágicos alrededor de la escopeta que va transformándose con el tiempo, y el percance final, acompañado de un previo proceso de inapetencia y deterioro en la salud de Martín, pareciera enjuiciar ese embeleco de abandonar el campo por la ciudad, dominio del demonio. Ambientado en el carnaval, el cuento no sólo enumera algunas de sus danzas –Los Diablos, Los Collongos, los Patos Cucharos, los Doce Pares de Francia, los Gallinazos y el Toro-, sino que de la Danza de los Pájaros describe el acompañamiento musical y la vestimenta y cita los versos del papayero, el pitirri, el canario, la paloma y el gavilán. Uno de los personajes, por otra parte, manifiesta su preocupación por una tradición amenazada, la Danza de los Diablos, pese a sus esfuerzos: “Yo me he puesto a buscar jóvenes para enseñarlos. Conseguí algunos pero se fueron cuando les puse las uñas de hojalata y las espuelas de puñales” (Fuenmayor, 1994: 72).
El cuento, como bien lo vio García Márquez en 1950, es una buena muestra de cómo se puede recrear la realidad regional sin incurrir en lo irrisorio del costumbrismo cerril: sin quedarse en lo pintoresco de la anécdota, el relato es una indagación, desde la perspectiva del hombre del campo, impregnada de superstición religiosa, en el tema del mal, al tiempo que realiza una minuciosa observación del orden doméstico, abarcando la medicina popular y la culinaria caribe. El tratamiento de la escopeta es una muestra temprana de ese realismo mágico que descubre cómo las cosas tienen vida propia y sólo es cuestión de despertarles el ánima. La perspectiva de extrañamiento del carnaval por parte de un campesino candoroso que nunca lo ha experimentado y la exploración de un tono coloquial de cuentero oral y de las situaciones humorísticas le confieren credibilidad al tratamiento del tema y constituyen una lección que aprendieron y aprovecharon sus discípulos Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez.

“Domingo de carnaval”

En su libro Guineo verde (1966), Néstor Madrid Malo incluyó este cuento en el que narra la historia del disfraz del hombre acuchillado que agoniza con tan persuasiva representación que el público lo celebra. Estimulado por el éxito, el disfrazado intensifica y diversifica su dramatismo, pero el público lo ignora y presta atención a otros disfraces. Más tarde el disfrazado regresa con mayor realismo en el tono y en los gestos, pero el público se fastidia. Sólo cuando lo ven que cae al suelo boca abajo entre espasmódicas contracciones, el público retoma el interés en el disfraz,  elogia la fidelidad de la imitación, y lo aplaude. Ante la inmovilidad del hombre, alguien se le acerca, suponiéndolo en completa embriaguez, para ayudarlo a levantarse, pero al moverlo descubre que esta vez la sangre no es de anilina ni el cuchillo falso: el hombre está muerto.
Aunque por momentos pareciera que lo central en el cuento no es el carnaval en sí, sino las dramáticas relaciones entre el artista y su público, los riesgos mortales del narcisismo; pese a que el narrador se refiere al “multicolor vaivén del Carnaval” (Madrid Malo, 1966: 32) y a su “policromo rondel de extravagancias” (33), el final de terror del relato, revela un oscuro, macabro humor y una visión sombría del carnaval que da la impresión de querer advertir acerca de los riesgos del disfraz al confundir la realidad con la ficción. Se trata, en fin, de una visión bastante negativa del Carnaval como funesta farsa, como simulación aciaga, que distancian, sin la menor duda, a este cuento del sano regocijo que identifica a la tradición de la literatura carnavalesca.

“El emperador africano”

En 1974 se publicó en el Suplemento del Caribe  este cuento de Álvaro Medina que, como el de Madrid Malo, reflexiona acerca de la esencia del disfraz, pero su solución es sustancialmente diferente: mientras que Madrid Malo parece descalificarlo, Medina apunta al aspecto mágico que esconde el acto de disfrazarse. Una frase pronunciada de repente por un personaje “en Carnaval los mejores disfrazados no están disfrazados: en esos días no representan como en el resto del año sino que son lo que son”, sirve de punto de partida a un relato que culmina fantásticamente, como el de José Félix Fuenmayor: el personaje Meco, disfrazado de pájaro, vuela y se posa en el guante de la reina del Carnaval y luego se encarama en el espaldar de su silla y amenaza a sus amigos con el pico. Este cuento explora el clásico motivo carnavalesco de la metamorfosis con un tono sostenido que le confiere su eficacia: “la vaina debió ser tan clara como una noticia bien redactada y nada fue oscuro pero nadie entendió” dice el cuento al comenzar y así prosigue hasta el fabuloso final. La proliferación de apreciaciones acerca del hecho ofrece una visión compleja del mismo. La de Medina es la primera narración que nombra lugares reales de la ciudad –la calle Cuartel, la verbena de una candidata del barrio Boston, las botellas de Fala, el paseo Bolívar, la estatua de Bolívar, el bar La Cueva, la Emisora Atlántico y el locutor Carlos Fernández Garay.

“Algo tan feo en la vida de una señora bien”

Dieciocho años después de haber sido reina del Carnaval de Barranquilla, como Marvel Luz Primera, Marvel Moreno narra en este cuento las horas finales de la esposa de Ernesto Urueta, hombre de empresa, expresidente del Country y del Rotario. Laura, quien ha cuadrado perfectamente las cosas para quedarse sola en su mansión, tras un minucioso repaso de su vida que la lleva a descubrir su íntimo fracaso y a sentirse, por un lado, sometida, anulada (como la mosca en esos instantes atrapada en su habitación, entre una ventana de vidrio cerrado y una cortina) y usada por su marido, “aquel industrial de ojos tranquilos, que había calculado su matrimonio con la misma perspicacia que le servía para comprar negocios en quiebra y en un año sacarlos a flote” (Moreno, 1980: 109); y, por el otro lado, víctima de los prejuicios de su madre, incansable centinela de una virtud hipócrita. Laura, deprimida por la conclusión a la que ha llegado, a la hora del crepúsculo, un sábado de carnaval, después de escuchar el pausado campanario de La Inmaculada, cuando las danzas que acompañaban la carroza de la reina, entre el resonar de los tambores y la queja alegre de las gaitas, debían de estar,  en pleno Paseo Bolívar, se toma varios puñados de tranquilizantes y somníferos.
Este cuento parece la otra cara de la moneda de “Desolación”. Si en aquel, los personajes pertenecían a la clase baja, aquí son de la élite; si en aquél se suicidaba un hombre, aquí lo hace una mujer. Y en ambos, se escucha a lo lejos el resonar ronco de los tambores y el lamento de las gaitas. En los dos cuentos, escritos por mujeres que  denuncian la sociedad patriarcal, el carnaval es un telón de fondo para contrastar la expansión de la alegría popular con el fracaso personal y la insensibilidad de los otros. La banda sonora del carnaval es un marco irónico para revelar la otra cara -de pesadilla- de un pueblo carnavalero en cuya vida diaria se imponen la injusticia, la ausencia de la alegría, la represión constante, el miedo al placer, la agresión anuladora y los prejuicios religiosos.

El cadáver de papá

El cadáver de papá (1978) es quizá la más intensa de las obras de autores barranquilleros que exploran el tópico del carnaval. Difícilmente encontraremos otra obra en la literatura colombiana en la que ocurra tantas cosas tan disímiles y transgresoras en tan poco tiempo: 26 horas. El hijo bastardo del político Villalba, de unos treinta años, huérfano de madre desde niño, quien ha retornado de los Estados Unidos donde ha cursado con brillantez su carrera de Estudios Internacionales y ejerce como cónsul en una ciudad de La Florida, recibe, a las seis de la mañana del martes de carnaval, la llamada del médico, para que se acerque a la clínica porque su padre se encuentra en estado crítico y pregunta obsesivamente por él. El narrador acude, medio borracho todavía y con el cansancio de tres días de viaje y fiestas y sólo tres horas de sueño y, al ver al padre, se le activa todo el resentimiento acumulado de hijo ilegítimo que sólo ha recibido dinero, pero no afecto, y decide, cuando lo dejan sólo, ahogarlo con la almohada.
De ahí en adelante la narración se convierte en un alud vertiginoso de acciones matizadas por los recuerdos, las reflexiones y los sueños del protagonista, un ser amoral, sin el menor sentido de culpabilidad, extranjero en su tierra, ajeno a reglas y valores que, simultáneamente, inicia una nueva existencia de continuas contravenciones al tiempo que emprende un viaje al fondo de la noche de su pasado.
Esta nouvelle es una auténtica fiesta de carnaval en la que se cumple una vez más el rito central del derrocamiento del rey de burlas como una manera simbólica de superar situaciones tiranas que entristecen la vida del hombre durante trescientos sesenta y un días del año. La novela recrea la idea concreta, sensible, de la decadencia de todo y su consecuente sustitución, la muerte y el renacimiento: nada permanece, nada es absoluto, ni la naturaleza ni las instituciones ni el poder. Como en el carnaval, en el relato se vive una experiencia de libertad en la cual las reglas se infringen y se eliminan el miedo, la razón, las convenciones, se liberan los deseos, los impulsos y los sueños más profundos, y se goza a plenitud del placer de lo prohibido. Villalba, sin temores ni tapujos ni respeto por los valores establecidos, asume un comportamiento excéntrico que pone el mundo al revés. No hay ya fronteras de género –los hombres se visten y se comportan como hembras y viceversa-, se abandona el tiempo cronológico de la producción y se asume el tiempo mítico en el que se confunden la vida y la muerte, el presente y el pasado, el placer y el dolor, la realidad y la ficción, el machismo y la mariconería, el potentado y el desposeído. 
Una escena clave en esta obra ocurre de noche, cuando el protagonista se dirige al centro, compra ron y se pone a bailar, en una tarima, con una prostituta y vive una especie de epifanía en la que experimenta una suerte de disolución en la colectividad y un reencuentro con sus ancestros africanos: “Y de repente siento cómo una parte de mí, una parte atávica, algo que clama en mi sangre  desde muy lejos, desde más allá de mi madre y mis abuelos, arriba, allá en su ancestro en África, me posee y me hace girar. Yo estoy borracho, pero, más que nada, ebrio de un nuevo conocimiento interno de mí mismo. Y entonces comienzo a bailar, primero con reticencia, luego abandonándome completamente a la música, a sus cadencias, perdiéndome entre los laberintos de sonidos”. (Manrique 1978: 92-93). Al rato decide marcharse y le entrega a la mujer un billete que ésta rompe, mientras lo insulta porque ella no es mercancía para usar y tirar.
 Ámbito de la profanación y del cuerpo grotesco, en el libro prolifera el procedimiento técnico de la degradación, es decir, el énfasis en el contacto con las partes bajas del cuerpo y las secreciones -el semen, la sangre, las lágrimas, el sudor-, así como el uso de un lenguaje en el que abundan los insultos, los gritos y las plebedades. Es significativo que la obra culmine el martes de carnaval, día del entierro de Joselito, final de la fiesta, pues de esta manera se resalta el fin de una época de dominio y el inicio de una nueva era, un cambio en el poder. Tras su veloz inmersión en el pasado, Villalba inicia una nueva etapa de su vida, liberada de autoritarismos, en la que asume de manera autónoma su existencia y decide comenzar su carrera política, pues considera que ha dejado de ser niño y está preparado para mandar y actuar sin escrúpulos, saltar por encima de lealtades y usar los disfraces y las máscaras necesarios para preservar el poder.
Uno de los méritos más importantes del libro de Manrique es la representación amplia del carnaval que abarca tanto las fiestas en los clubes como las celebraciones populares en las calles y la  plaza pública. 

“La noche feliz de Madame Yvonne”

En 1977, para darle cuerpo y cerrar la edición de su primer libro de cuentos, Marvel Luz Moreno escribió La noche feliz de Madame Yvonne, un cuento que se aparta del temple habitual de la narrativa de Marvel Luz en la que resuena, si bien, plenamente asimilado, el fuelle trágico de Faulkner. El cuento ocurre un sábado de carnaval en el Patio Andaluz, el sitio donde concurre la crema y nata de la ciudad. Allí confluyen esa noche diversas nacionalidades, idiomas, clases sociales, posiciones políticas, sexos, licores, comidas, músicas, culturas, autoridades y saberes, cuando la ex prostituta y ex presidiaria marsellesa Yvonne, ahora lectora del Tarot, las cartas y a bola de cristal, en Siape, el barrio de las queridas de los adinerados de la ciudad, conocedora al dedillo de todas las intimidades -secretos, infidelidades, traiciones, maledicencias, miedos- de la sociedad barranquillera, se emborracha, se trepa en la tarima, agarra el micrófono y suelta la lengua, ante el estupor de la concurrencia, para cantarle algunas verdades al magnate de la ciudad, hasta cuando la policía la apresa y se la llevan a su casa en el auto del Gobernador.
Las inusitadas perspectivas de la borrachera lúcida de la bruja y de la mirada extrañada y forastera de su amigo europeo (como ocurría en Fuenmayor con el campesino Martín), estructuran y confieren tensión al cuento que va desplazando, como un cámara, el punto de vista a diversos personajes, hombres y mujeres, de diversas profesiones y con distintos intereses: el playboy, el capitalista mayor, un mesero terrorista que sueña con las venganzas que se tomará cuando sea comisario, el siquiatra loco de la ciudad, el pintor de vanguardia, el cantante guerrillero, una modelo en desgracia, una ejemplar madre de familia cuyo hijo de dos años todavía no camina, la esposa de un aristócrata tarado y millonario, etc.
El gran acierto del cuento está en el personaje Yvonne que, conocedora de los papeles que cada uno representa en la vida cotidiana puede ver y revelar lo que se oculta detrás de los disfraces y presentar una visión amplia y compleja del Carnaval y de la vida de la ciudad. Yvonne, ajena a las reticencias, encarna, por un lado, la voz interior del carnaval que quiere llamar la atención sobre la vida verdadera que se pierde en la rutina diaria y huye “en cada palabra no dicha, en cada deseo no realizado” (Moreno, 1980: 193). Su meta es que la vida sea para todos un eterno sábado de carnaval, (194), el brillo permanente del sol. Asimismo, Yvonne, con su mirada clarividente permite que fluya ese otro rasgo del carnaval que Olga Salcedo mencionaba y que, en palabras de un personaje, podría definirse como el “afloramiento de lo que para bien de todos estaba reprimido. La licencia, la situación que permite a la mujer sacar a la luz sus más ocultos deseos” (148). Por otro lado, Yvonne personifica esa cara rebelde, casi subversiva del carnaval, al dirigirse con franqueza extrema al mandamás de la ciudad para decirle lo que quizá todos querían expresarle, pero nadie se atrevía. Cuando se llevan a Yvonne, la gente la aplaude. El cuento, crítico de la realidad, revela también las libertades relativas del carnaval puestas de manifiesto cuando el portero no quiere dejar entrar al salón a un pintor invitado, por ser negro.
Como en Medina, el narrador nombra los lugares de la ciudad, las calles, los restaurantes, los sitios de estudio, las marcas de los cigarrillos, los periódicos, los licores, los perfumes, dándole al cuento esa carácter de reportaje periodístico sobre la actualidad polémica, típico de la literatura carnavalesca.

Los domingos de Charito

Dos apariciones registra el carnaval de Barranquilla en esta novela. La primera recrea el comienzo de la fiesta:

Toda la gente salió a la puerta de la calle porque estaba pasando una carroza vacía. Apenas era mediodía pero la retahíla de las emisoras, los buses repletos, las carreras de los niños, los camiones pintados (ME 109 CITO) y aquel palacio de cartón brillante subiendo lento por la calle Murillo eran el comienzo del Carnaval. “Se formó el coge-coge” (Olaciregui, 1986: 105)

A diferencia de Marvel quien recrea el carnaval de la clase alta, en Olaciregui encontramos el de la clase media baja, representada por un grupo de amigos que alquila un carro de mula y lo adorna con palmas y trapos viejos y le cuelga una bacinilla desportillada que al rozar el suelo suelta chispas y produce risas. Con un gran despliegue sensorial, Olaciregui aprovecha su experiencia periodística para ofrecernos un fresco vivo del sábado de carnaval –los ruidos, el sol violento, los olores, los colores- y con mirada y oído certeros va registrando los disfraces y las frases más significativos, los que expresan a plenitud la visión del mundo carnavalesca.  Desfilan allí: una tropa de muchachos vestidos con uniformes militares y metralletas de madera, barbudos, con un letrero que decía: “Viva el sipotudo baile los guerrilleros de la 42; los cabezones de la cafetería Almendra; falsos indios, maquillados con grasa de motor, haciendo gestos obscenos y con flechas de palos de escoba; un hombre vestido con una pesada gabardina negra con una falsa cámara fotográfica que al accionarle un resorte dispara una “larga y monda verga tallada en corcho, venosa, cruel y pintada de rojo” (106); un señor vestido con pañales empinándose un tetero lleno de ron con una mueca de bebé satisfecho; un enjambre de adolescentes persiguiendo a unas palenqueras para agarrarles el fondillo; “máscaras de mico, caras de queso, capuchones de satín verde y amarillos, cabezas untadas de azul de metileno, sobacos húmedos y cabelleras moradas” (108), entre otros disfraces. Pero lo que más llama la atención del narrador son “las casetas donde hombres y mujeres bailaban, pegados los unos a los otros por el sudor y la vibración de la música como si tuvieran la pelvis soldada o fueran hermanos siameses” (108); “las parejas movían muslos y caderas con los ojos fijos en un punto invisible, desplazándose difícilmente, golpeándose suavemente los unos a los otros, las rodillas entrando entre las piernas, los brazos en torno al cuello, las manos en la cintura. Había ese olor agrio que no sólo era humo de parrillas y fritanga sino también amontonamientos, frote, carne, deseos” (109). Pero el miércoles de ceniza, los parranderos se enteran de la muerte del amigo ladrón cuyo nombre sale “ por primera y última vez en letras de imprenta”.
La segunda aparición del carnaval se da cuando Augusto, el esposo abandonado por Charito, sale vestido con las ropas de ella, pese a que desde la muerte del amigo ladrón

le había perdido el gusto a los Carnavales pero ello no le impedía desaparecer de su casa durante los últimos cuatro días del mundo, eso eran para él esas fiestas; salía desde el sábado a mediodía después de santiguarse y echarse agua de colonia por todas partes y comenzaba de verdad a sentirse más vivo que nunca, a beberse a cántaros todo el licor de caña y los ríos de cerveza que se le atravesaban, sudando y buscando el sudor, el húmedo y antiguo gozo de echar un polvo, harina de maíz, cal viva. El martes por la noche regresaba a la casa exprimido y triste, contento de haber sudado y mordido, mojado y reseco, hediondo a pachulí y a vómito (187)

Pero Augusto no regresa a casa. Guiado por “un “doloroso” apego a lo de abajo, al placer, al Sol, a la comida, al sueño, a la farsa, a la risa, a la mentira, a la procacidad y por qué no decirlo, a la prosa” (188), en el camino se interpone un arroyo que lo arrastra acompañado de todo el basural y los excrementos citadinos. Una vez más, como en Olga, Marvel y Madrid Malo, el carnaval se asocia con la democrática muerte que no respeta las clases sociales.

En diciembre llegaban las brisas

Esta novela amplía la visión del Carnaval que Marvel Moreno había desarrollado en sus cuentos. Aquí la mundana Divina Arriaga, de belleza insolente y espíritu lúdico habitado por los duendes del desorden, con el desparpajo de una mujer emancipada hace de su vida un desafiante  desacato en busca de la utopía de la libertad, del deseo y del erotismo. Divina enriquece esa tradición de mujeres emblemáticas del carnaval que  afirman la vida en medio del caos y son sinónimo de transgresión y escándalo, pues dinamitan conceptos, religiones, ideologías y tabúes y asumen su sexualidad sin vergüenzas como una experiencia fabulosa al tiempo que ponen en evidencia la fragilidad de las convenciones creadas en función del poder y, contra todo fatalismo arraigado, defienden la posibilidad de modificar la vida a través de una acción. Divina hace de su casa en Puerto Colombia un laberinto que, también como el carnaval, permite a cada uno de los visitantes encontrar su verdad más profunda, romper el orden y divertirse. Divina debe salir de la ciudad porque hizo entrar al “Country” una comparsa de ochenta personas disfrazadas de manera equívoca en la que

“había de todo en una irreverente amalgama: monjas de caridad empujando cochecitos de niños dentro de los cuales dormitaban hombres cubiertos de un simple pañal, las peludas piernas al aire y un biberón de whisky en la boca: colegialas en el uniforme del Lourdes perseguidas por viejos que les tiraban las trenzas con sonrisitas maliciosas: travestidos acicalados coqueteándole descaradamente a los espectadores: cuatro Madres Católicas vestidas de mamasantas” generando un ambiente de disipación en el Club de manera que “en la pista de baile las parejas se abrazaban al grado de sus deseos y no de sus vínculos conyugales” y los borrachitos “habían organizado frente a la piscina el concurso del chorro de pipí más largo y abundante” mientras “otros se batían a pescozones destrozando las primorosas matas del jardín.“ (Moreno 1987: 108).

Cuando años después Divina regresa a Barranquilla con su hija Catalina, continuadora de su legado de independencia, y candidata a un reinado del periodismo, la narradora presenta una reflexión desengañada del carnaval, al referirse a “Ese pobre pueblo acostumbrado a recibir cada año, junto con cuatro días de licencia y mucho ron, a una reina del Carnaval como mensajera intocable, pero graciosamente expuesta a sus ojos y ofrecida a su admiración, como mágico espejo de donde huía toda miseria para reflejar la ilusión de penetrar al mundo de quienes la habían elegido” (118).   


La última batalla de flores

La novela de Hipólito Palencia transcribe los manuscritos que el mafioso paisa Orlando Montenegro le entrega a Polo, un amigo barranquillero, un sábado de carnaval en el que se salvó de un atentado criminal por parte de sus colegas. El texto es un recuento de la violencia que acosa a su familia desde los abuelos, en la época de la Guerra de los Mil Días, pasando por su madre, prostituta y narcotraficante asesinada en Miami, sin olvidar a los antepasados quimbayas aniquilados por los conquistadores españoles. En toda una vida de privaciones y desplazamientos y muertos, para el protagonista sólo existe un día feliz: el de la llegada con su madre a Barranquilla, un sábado de carnaval:

“Hoy comienza el carnaval, cuatro días de desorden”, se le adelantó el chofer del taxi a mi madre, “pero aquí el carnaval dura todo el año y esta es la semana cuando más se acentúa, ya usted va a ver cómo a la gente no le importa sino parrandear”; se había dado cuenta que éramos del interior y terminó alabándonos: “Aquí la gente no trabaja, no es como en el interior del país, yo creo que lo que los mantienen en pie la economía de esta ciudad son los turcos y los paisas que vienen a trabajar y a hacer fortuna…”. (Palencia, 1993: 89).

La experiencia vivida allí con sus primos de una ciudad en la que se respira música, con un ritmo de tambor que acelera las cosas y canciones que se chocan unas contra otras, la visión de los disfaces de El Zorro, Supermán, el luchador enmascarado, el indio negro, los monocucos,las  marimondas, la existencia de una batalla de flores, de alegría y no de muertes, las nubes de maicena, las romerías de encapuchados, las verbenas de los barrios, las papayeras, las carrozas, el hombre sin cabeza, el ahorcado del carro de mula, la araña gigante, el bebé inmenso con los pañales cagados, las flores, los confetis, los cabezones, los enanos, la muerte con su garrocha, la danza de los labios, los negros de carbón y achiote, la danza del garabato, la del paloteo, de los goleros, de los pájaros, las Ánimas, la Burra Mocha, los congos con sus machetes de madera, los duelos de picós, “el gigantesco aparato por donde salía la música tan grande como un escaparate, pintado con coloridos dibujos” 97, el velorio de Joselito, la radio a todo volumen, constituyen para el personaje una “omnipotente fantasía que convertía mis fantasmas, mis temores en alegría” (93). Marcado por esta vivencia, Orlando regresa cada vez que puede y es paradójica la reacción de sus dieciséis guardaespaldas matones que al recibir la primera nube de maicenas en las Toyotas se quejan de la exagerada violencia. (11).

La noche de la guacherna

Si Hipólito Palencia se vale de la mirada extrañadora de un paisa, Alfonso Hilarián escoge para la presentación del carnaval la mirada sorprendida de Zabulón Zarid, nativo de Estambul, quien viene al Caribe colombiano recomendado por un médico amigo con la idea de llegar a Palenque donde le dicen que puede encontrar la mujer que resista el tamaño colosal de su falo que privó de espanto a Farina, la paisana con quien se casó en su tierra. No obstante, por casualidades del destino, se encuentra con Juana Candor que padece el problema contrario: es tal la profundidad de su vagina que su esposo la abandona el día de la boda porque está “desfondada” (Hilarión, 1993: 60). Juana sobrevive a veinte años de soledad hasta cuando una tarde llega de compras al almacén “La Perla del Estambul” del libanés Mustafá, en la plaza de San Nicolás, en el momento en que llega Zabulón vestido con una bata y al saludar de abrazo a su paisano y Juana deja ver a Juana la solución ideal para su problema. Tras una minuciosa búsqueda de vida o muerte, Juana logra encontrar en la Noche de Guacherna de 1989 al alicaído Zabulón, cuyo viaje a Palenque había sido una nueva frustración. Juana se lo lleva a su casa en el Barrio Abajo y a los nueve meses nace Zabuloncito. Para la Guacherna siguiente deciden celebrar, pero Juana pone una condición: que Zabulón le introduzca el pene completo, lo que no había hecho por temor a hacerle daño. Juana muere en el acto.

La truculenta anécdota, de por sí carnavalesca, no parece más que un pretexto para celebrar a la ciudad, sus habitantes y sus carnavales. Se nombran allí con nombre y apellido a las familias adineradas, a los locutores, a los futbolistas, a los músicos. No obstante, también se cuestionan con contundencia las corruptas costumbres políticas de la ciudad. Sorprende cómo este escritor del interior, que además fue alcalde militar en la época de Laureano Gómez, capta y festeja con humor la esencia del carnaval. Asimismo llaman la atención la plasticidad de las descripciones de lo diversos eventos de la fiesta, de las costumbres y de numerosos lugares de la ciudad así como la recreación del habla barranquillera con su léxico típico, sus dichos, sus piropos y hasta sus plebedades y avisos en verso en los baños. Como la mayoría de los textos mencionados, el carnaval está ligado a la muerte, pero como en el carnaval, ésta está asociada con un nacimiento. Aunque Juana muere feliz y gozosa, deja un Zabuloncito, hijo de la Guacherna, que nace en octubre.



El pez en el espejo

En 1984, en el mismo año en el que el lunes de carnaval se produjo el asesinato en el que un drogadicto que cursaba octavo semestre de Medicina les quitó la vida a trancazos a tres mujeres, Alberto Duque López publicó la novela El pez en el espejo resaltando desde la portada las conexiones con el crimen. No obstante, la presencia del carnaval en esta novela es prácticamente nula, no va más allá de una simple localización temporal. El personaje mismo es ajeno a la fiesta: “Nos quedamos callados, yo la miro a usted, Olga, ahí sentada muy quieta con la cabeza hundida por uno de los golpes que le di cuando usted dijo que qué raro que no se sintiera nada en la calle, que dónde se había metido la gente un domingo de carnaval por la noche, que si era que la alegría de Barranquilla estaba desapareciendo y usted se volteó hacia mí, Olga y me preguntó: Tú qué opinas?, yo la miré y le dije: A mí de fiestas no me pregunte porque prefiero otras cosas”. (Duque, 1984: 55). En esta obra, el suceso criminal es un pretexto para desplegar cierta destreza técnica en el manejo de los monólogos interiores, en el cambio de los puntos de vista temporal y espacial y del narrador, libre de las ataduras del realismo, lo que le permite poner a hablar a los cadáveres. Aunque se apoya en la crónica roja, el autor se aparta de los sucesos reales, y se despreocupa por completo de los móviles del asesinato: lo único que parece interesarle es la reiteración pueril hasta el cansancio de las imágenes de sangre, maltrato y destrucción. 

“La muerte no triunfó aquí” 1996

Esta obra de teatro de Mario Zapata, finalista en el Premio Nacional de Dramaturgia, cuyos jurados fueron Santiago García, Griselda Gambaro y José Sanchis Sinisterra, se desarrolla en un barrio de clase baja de Barranquilla, con música de verbena al fondo.  El protagonista, Chachachá, un joven a quien solo le interesan la música, la pachanga y la buena vida, el sexo (“polvo que se deja pasar, es polvo que se pierde”) y los sábados para bailar y salir, un donjuán profesional que no trabaja y vive un romance apasionado con La Cubi, una muchacha desparpajada (“la vida es una sola y hay que gozarla”), que tiene ritmo y cadencia en los movimientos, pretendida por el turco Isaías, el acomodado del barrio, quien intenta seducirla con dinero y mediante la presión sicológica de Rosendo, un homosexual que se le pasa vigilando la vida ajena y difundiendo chismes. Rosendo le propone a Isaías contactar al profesor Yurini para que invoque a la Muerte y le quite a Chachachá del medio. La Muerte llega por el joven, pero éste hábilmente la seduce con suavidad y encanto y entusiasmo y ganas de vivir y la emborracha para que bote el bendito garabato y eche una canita al aire. Su novia acude en su ayuda y viste de adornos a la Muerte con collares y pañoletas. Ante el fracaso de la Muerte en su misión, llega el Diablo medio enfermo con mareo y ahogo y pide una cerveza para que se le pase la maluquera. El Diablo insulta a la Muerte y se la lleva, mientras ésta le tira besitos a Chachachá. En la obra participan asimismo dos disfraces típicos del carnaval: las puloi y las marimondas. Por el humor desplegado, por la afirmación vitalista, por la celebración del gozo, la alegría y la jocosidad, por la irreverencia frente a las autoridades y lo establecido, por la sensualidad de los jóvenes, por su triunfo sobre los mayores, esta obra de Zapata constituye una interesante y válida traducción al arte del espíritu carnavalesco.


“A lo oscuro metí la mano”

Incluido en el libro Sin brujas ni espantos (1996: 111-119), este cuento de Guillermo Henríquez ahonda en un motivo enunciado, pero nunca abordado en la narrativa del carnaval: la homosexualidad masculina. El relato ocurre en el burdel “La Ceiba” en cuyos alrededores merodean curiosos “en procura de algo que no se sabe” (111).  Roberto que acaba de llegar a la ciudad, se encuentra con que su amigo Julio le ha conseguido pareja para toda la temporada de carnavales: el capuchón azul 8558. Al sentarse en la barra ve a través del espejo el disfraz de número sicalíptico, acompañado de otro de malla negra. Después de un rato de baile apretado, Roberto siente un bulto sobre su muslo y le pregunta a la pareja si se trata de un arma o un liguero. Ésta se retira con el pretexto de ir al baño. Roberto se acerca al cantinero para aclarar la situación y éste le revela que “aquí no vienen mujeres, y en carnaval menos. Lo mejor es que sigas divirtiéndote”. Roberto entiende que ni el capuchón ni Julio lo han engañado, porque el número capicúa lo dice todo y “esa chica aún le gusta”. El relato está lleno de equívocos y de humor, y como un verso de la canción que sirve de título al cuento, “A lo oscuro/ yo hice mi lío”, el relato apunta al ocho, a situaciones circulares y está signado por un erotismo creciente.

Disfrázate como quieras

Esta novela de Ramón Bacca publicada en 2002 es quizá la más ambiciosa y sutil de cuantas se han escrito con el motivo del carnaval, pues en ella confluyen el carnaval como tema y como visión del mundo y lenguaje: por un lado, se describe (tamboras, comparsas, disfraces, danzas) y se narra el carnaval; por el otro, se representa, se recrea (se encarna en la escritura) y se reflexiona sobre él. Ramón Bacca (1998: 185-200) quien ya había adelantado un lúcido y ameno estudio sobre las relaciones entre la literatura y el carnaval en Barranquilla, incorpora aquí algunas de sus observaciones al tiempo que asimila los aportes anteriores desde Abraham López-Penha hasta Guillermo Henríquez. Esta novela es un texto que indirectamente se autoanaliza y provee al lector las claves para su comprensión como  un “coctel de Ibsen y Freud” (94), una “película de acción que termina en melodrama” (150) o una fusión de tragedia griega y cine mexicano que oscila entre la onda espiritual y la fragancia del pecado (18) con la eclosión de ecos anticlericales contra los traumas generados por la religión, aunados a un aire de insurrección política, con el fondo musical de la Sonora Cordobesa con compases de Vivaldi.
Pero el Carnaval de Barranquilla, “la ciudad del caimán” de Ramón Bacca no es el público y evidente de cuatro días con sus disfraces de senadores romanos y filósofos daneses. El autor le apunta al otro, escondido, íntimo, el posterior, pues “después del carnaval lo que vale es el disfraz” (202): el carnaval metafísico de temores y temblores. A Bacca le interesa ese carnaval permanente de la vida secreta (aquí vista como la verdadera), la de los personajes que en su rutina diaria viven en licencia ininterrumpida una doble vida con sus disfraces invisibles: la vida de las sex-escapadas, el sibaritismo, la promiscuidad, el Eros incesante, las perversiones, las culpas, los pecados capitales, los tumores ignotos, los temores, el voyeurismo, el sonambulismo, el bestialismo, la misoginia, el racismo, las pasiones insaciables, las redes de mentira, los embarazos histéricos, los pesos en la conciencia, la bestia velada, las esterilidades ignoradas, la disfunción eréctil, el cáncer secreto y las frases imprudentes.
La vida burdelesca de Barranquilla, nocturna y cosmopolita del barrio chino con sus muchachas egipcias, los futbolistas brasileños, el Shangai, el salón Carioca, el Bar-Bar-O es uno de los hilos conductores de esta novela que por momentos abruma con la desbordada y delirante imaginación y el humor que no cesa. Pero no se trata de una historia frívola: detrás de la epónima familia Altapuya, la impostura de los atridas en el Caribe, está una metáfora de la ciudad, de la región, del país (tan monstruosos como el engendro que para Laureano Gómez definía al liberalismo, esa mezcla, en un mismo cuerpo, de violencia, oligarquía e ira), expuestos al vaivén de las bonanzas pasajeras y a la  estabilidad de la corrupción política.

Rebolo en Carnaval sabroso y ardiente que corre por las venas
Periodista integrante de la Danza del Torito, Fabio Osorio ha abordado en tres libros, Rebolo en Carnaval (1999). Carnaval sabroso y ardiente (2001) y Carnaval que corre por mis venas (2004) el tópico del carnaval de Barranquilla en uno de sus barrios populares emblemáticos: Rebolo. En una serie de textos que van del cuento a la crónica al relato autobiográfico, Osorio intenta muestra el universo del barrio cuya vida gira todo el año en torno al carnaval hasta el punto de que en diciembre las gentes dejan de comprar ropa y aplazar necesidades básicas como la alimentación, el arriendo, la educación y los útiles escolares para ponerse disfraces nuevos. El ámbito de las verbenas, la noche, los picós, los bares, las putas, el bordillo, los bacanes, las danzas de carnaval y los disfraces son los motivos recurrentes de sus textos, una de cuyas constantes es la recreación del lenguaje popular. Quedan aquí retratados los valores de una comunidad en los que el machismo, la homofobia, la violencia, los traseros femeninos, la droga, el alcohol y las “malas palabras” son una constante. Testimonio crudo, pero ameno de un mundo marginado, estos textos intentan darle voz a personajes que nunca la han tenido, pero incurren en el esquematismo y cierta superficialidad que impiden a la experiencia del escritor transformarse en conocimiento y revelar al lector lo no dicho, lo invisible, que le confiere trascendencia a un relato.

Tras el antifaz hay un aroma

Entre febrero y marzo de  2003, en tres entregas consecutivas, dos impresas y una virtual, Guillermo Tedio publicó este cuento que narra, con un lenguaje que celebra y recrea con precisión e imaginación los elementos identificatorios de la fiesta del carnaval y la eficacia de sus rituales, una situación típica del carnaval: el baile con un ser desconocido que puede conducir a sorpresas terribles. El narrador, Roberto, sostiene con cierta lucidez una relación venida a menos con Susana, su esposa. Esta relación en sus constantes desavenencias es muy similar a la de sus vecinos de piso, los Cepeda, aunque con una diferencia de forma: mientras éstos viven sumidos en el escándalo, Roberto y su mujer naufragan de manera silenciosa. El martes de carnaval el narrador se concede en una licencia, sale de su casa sin avisar, se interna en el carnavalero Barrio Abajo, que le es desconocido, se emborracha y en un momento dado se ve bailando con una mujer disfrazada de felina a quien no logra identificar, aunque por el olor a lirios le recuerda a Susana. La armonía de los cuerpos en el baile, el estímulo de la música, el calor de la multitud y las incitaciones de una pareja de gordos disfrazados que le dan ron y le sugieran con gestos obscenos el encuentro sexual con la pareja, excitan a Roberto y lo llevan a proponerle a su acompañante la salida del salón hacia un sitio de mayor intimidad, el cual resulta ser un motel de mala muerte en el que, tras consumar su relación con la tigresa, se queda dormido. Al día siguiente Roberto despierta solo, cuando las gentes van a misa por el inicio de la Cuaresma y emprende el regreso a su casa agradecido con los mejores amigos del mundo, los disfrazados Cepeda que han facilitado el encuentro inconsciente y feliz con Susana.

Esa gordita sí baila. (Sancocho de capuchón y arroz de monocuco)
La poeta Lya Sierra incursionó en la narrativa en 2004 con una novela, que aporta un minucioso registro del lenguaje de la bacanería barranquillera con su léxico, dichos, comparaciones, metáforas, insultos, refranes, apodos, piropos, juegos de palabras y letras de canciones, al tiempo que registra las costumbres y lugares habituales de la clase media baja. El texto encarna la visión del mundo de un personaje emblemático de la ciudad y su carnaval, la Gordita, a quien solo le interesan la comida, el baile, el combo, el ambiente, el sexo, las telenovelas y la salsa, pues la vida es una sola y no existen repuestos. Presentada en sus relaciones familiares y afectivas, en el trabajo, en los buses, en la política, en el baile, en el café, en la cama, en el exterior, en las verbenas, en los desfiles del carnaval, en el estadio de fútbol, la Gordita es un retrato del barranquillero típico con sus virtudes y defectos: aficionado al Junior, lector del horóscopo y de  las páginas de cine y deportes, cara limpia y entrón, impuntual y amiguero. Novela de formación que recrea la educación sentimental de una joven que se forja a punta de tropezones, esta obra ahonda, sin pedanterías, en la significación del carnaval y, en particular, de las dolorosas relaciones entre el carnaval popular y la pobreza, encarnadas en un disfraz que no cesa en todo el año, el de las culebras cobradoras que amargan la vida de quienes se divierten los cuatro días de carnaval  a costa de 360 días de penalidades. 

BIBLIOGRAFÍA
Bacca, Ramón (1998), Escribir en Barranquilla, Uninorte, Barranquilla.
(2000), veinticinco cuentos barranquilleros, Uninorte, Barranquilla.
(2002),  Disfrázate como quieras, Planeta, Bogotá.
Bajtín, Mijail (1971), La cultura popular en la Edad Media y Renacimiento. Barral, Barcelona.         
(1986) Problemas de la poética de Dostoievski, Fondo de Cultura Económica, México.
Duque López, Alberto (1984), El pez en el espejo, Planeta, Bogotá.
Fuenmayor, José Félix  (1994), La muerte en la calle. Alfaguara Hispánica, Bogotá.
Garcés, José Luis (2006), “Visión parcial de literatura y carnaval”, noventainu9v9, 6: 43-48
Henríquez, Guillermo (1996), Sin brujas ni espantos, Baballito de Mar, s/l.
Hilarión S., Alfonso (1993), La noche de la guacherna, Antropos, Bogotá
López-Penha, Abrahán Z. (1903). La desposada de una sombra. Novela sud-americana. Librería
de la Vda. De C. Bouret, París-México.
Madrid Malo, Néstor (1966), Guineo verde, 12 cuentos y un drama. Bedout, Medellín.
Manrique Ardila, Jaime (1978), El cadáver de papá, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá.
Moreno, Marvel (1980), Algo tan feo en la vida de una señora bien. Pluma, Bogotá.
(1987), En diciembre llegaban las brisas, Plaza y Janés, Barcelona.
Olaciregui, Julio (1986), Los domingos de Charito, Planeta, Bogotá.
Osorio Pineda, Fabio (1999), Rebolo en Carnaval, Antillas, Barranquilla.
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Palencia, Hipólito (1993), La última batalla de flores, La Espada Encendida,  Barranquilla
Salcedo de Medina, Olga (1947), “Desolación”, en Ramón Illán Bacca, ed. (200º). Veinticinco
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Sierra, Lya (2004), Esa gordita sí baila (Sancocho de capuchón y arroz de monocuco), El
viajero rojo, Montería
Sundheim, Adolfo (1921), Fruta tropical, Imprenta de J.Blass y Cía, Madrid. 263 pp.
Tedio, Guillermo (2003). "Tras el antifaz hay un aroma" El Heraldo Dominical. Barranquilla,
febrero 16 y 23 y marzo 2.
Zapata, Mario (1996), “La muerte no triunfó aquí”, Gestus, 7, Bogotá: 74-86


[1] Ante la imposibilidad de analizarlos aquí, optamos por enumerarlos para un futuro estudio. José Félix Fuenmayor, Álvaro Cepeda (1948): “Joselito silenciado”; Ramón Vinyes (1949): “Carnaval”;Gabriel García Márquez (1950): “El derecho de volverse loco”, Alfonso Fuenmayor (1964): “El carnaval”, “¿Se desnaturaliza el carnaval?”, Germán Vargas (1953): “No maten la fiesta” y (1955): “Carnaval barranquillero”; Amira de la Rosa (1961): “Carnaval de Barranquilla” y (1963): “Regloncillos de carnaval”; Carlos J. María (1985): “Carnaval licencioso” y (1989): “Los carnavales”;Ramón Bacca (1988): “Teoría y carnaval”; Meira Delmar (2001): “Samuel Tcherassi”, (2003): “Farandulerías y pregones del 2001” y (2003): “Freddy Loaiza o la alegría del color”; Heriberto Fiorillo (2009) y (2010); Eduardo Márceles (2010): “Literatura en el Carnaval de Barranquilla”. 
[2] Podría referirse al teatro Emiliano que, de acuerdo con Germán Vargas (1955: 18), se acondicionaba, anualmente, desde 1903, para convertirlo en “un amplísimo salón de baile, donde las alegres parejas de disfrazados bailaban animadamente al son de los valses, los bambucos, las danzas y contradanzas de la época”.

El carnaval que queremos, por Ricardo Plata Cepeda

Ricardo Plata Cepeda hoy expresó lo que muchos barranquilleros quisieran decir a gritos. 

LuisEmilioRadaC

Pd: El carnaval que queremos

El carnaval que queremos

Por Ricardo Plata Cepeda

Haciendo uso de numerosas opiniones ajenas, queremos un carnaval donde Don Dinero, poderoso caballero, no imponga la contaminación visual y auditiva publicitaria sobre las imágenes y sonidos del carnaval. Un carnaval con menos tráileres y más carrozas, con más bailes que conciertos, más actores que espectadores, un carnaval más para los vecinos que para la televisión.


No se trata de satanizar la empresa privada, ella puede hacerse a unos espacios que perpetúen todo el año para el turismo lo que para nosotros constituye un privilegio fugaz, puede distribuir su presupuesto en el tiempo en apoyo a los hacedores del carnaval y a la investigación para su preservación. Y en lo que respecta a los cuatro mágicos días debe optar por la mesura, la elegancia y el respeto por la tradición. 


No más docenas de miles de avisitos visualmente impertinentes sobre palcos y palquitos, ni tráileres de aguardiente con el triple de los decibeles de todos los demás invitando a beberlo, que solo producen ganas de no hacerlo. No más carrozas con el nombre de los patrocinadores más arriba de un metro de altura.


Las negritas Puloil, marca de jabón desaparecida, y las gigantonas de Almendra Tropical, han subsistido gracias a que supieron interpretar el espíritu creativo del carnaval sin apabullarlo. Agradecemos las marimondas de Cannon, los monocucos de El Vivero o las escobitas de Triple A, a esas empresas sin que nos restrieguen su nombre, o precisamente porque no lo hacen. Integrarse al carnaval es muy diferente a treparse en él para exhibirse, lo cual, créanlo, por favor, produce rechazo y resulta contraproducente.


El Carnaval de Barranquilla, acontecimiento antropológico aparentemente fortuito, tiene tres pilares culturales históricos que lo hicieron posible: Barranquilla Territorio de Paz, sin lo cual un millón de personas de rumba ocasionarían muchas tragedias, la mejor policía es la gente; Barranquilla Sitio de Libres, sin lo cual el genio del espíritu iconoclasta no saldría de la botella para recitar irreverentes letanías, cantar la Ópera del mondongo o burlarse de poderosos y transeúntes por igual; y Barranquilla Territorio Creativo, indispensable para generar la emoción estética de máscaras, disfraces, música y coreografía. 

Debemos reconocer esos pilares para defenderlos y preservarlos, pues soportan la existencia misma de la fiesta. Fiesta que ha trascendido la representación local para convertirse en un símbolo nacional, producto de la misma alquimia caribeña que ha engendrado otros símbolos nacionales, como Gabo, Shakira o el sombrero vueltiao. Fiesta que crea tejido social, sentido de pertenencia, solidaridad, ciudadanía y por ende civilización. 


Los fantásticos espectáculos en que se han convertido la Lectura del Bando y la coronación, por los que hay que felicitar este año a Marcelita y su corte, ponen de relieve la inexistencia de un auditorio adecuado para este tipo de eventos en la ciudad, que se merece una gran concha acústica o un coliseo cubierto. 


Gracias a Joseph, Mirtha, Harold, Rafael, Nubia Stella, María Mercedes, Diana, José, Raimundo, el maestro Ojito y el profesor Villalón por muchas de sus ideas estrujadas en estas líneas, a Ernesto por propiciar el espacio, y a Carla y la Fundación Carnaval, por todo lo que ha hecho y por lo que falta…
rsilver2@aol.com
Por Ricardo Plata Cepeda