Raimundo Alvarado
Hace
años, cuando Uribe nos decía que el país se iba a caer si no votaba a
favor de su referendo contra la corrupción y la politiquería, nadie
hubiera podido imaginar que en Colombia pudiera pasar lo que ahora está
pasando. Más tarde, a finales de 2007, escribí una columna sobre el
fracaso del referendo; de aquella administración dije que era,
justamente, la más corrupta y politiquera de la historia. En esos
tiempos, opinar contra Uribe era algo que simplemente no se hacía, a
pesar de que la realidad era lo que era: el DAS infiltrado, la
reelección comprada con notarías, el superintendente de notariado
destituido por corrupción, los congresistas presos por corrupción, el
presidente pidiéndoles que voten si no están en la cárcel, los
magistrados y periodistas espiados y sus teléfonos chuzados: corrupción y
más corrupción, corrupción acompañada de politiquería como no se había
visto en Colombia. Y todavía ni siquiera había estallado el horror
inverosímil de los falsos positivos.
Ha
pasado el tiempo y la antigua corrupción más o menos solapada se ha
convertido en guerra abierta contra las instituciones. Mucha más gente
se da cuenta hoy del profundo daño que Uribe le hace todos los días al
país; mucha gente, digo, pero no una mayoría clara. Un día habrá que
dejar de lado los diagnósticos más fáciles y preguntarnos, en serio, por
qué a Uribe se le sigue creyendo con tanto fervor cuando una y otra vez
se ha demostrado que miente. Mintió cuando calumnió a su contendor en
la carrera presidencial diciendo que tenía ciertas pruebas de ciertas
cosas y que las iba a presentar. Los que no le creemos, porque lo hemos
visto mentir otras veces, dijimos que no era verdad: que no tenía las
pruebas, que nunca las iba a presentar y que aquello no era más que una
grosera distracción. Teníamos razón.
Fracasada la maniobra, dijo Uribe
con la misma cara que antes que no: que no tenía las pruebas. Que lo que
tenía era información. Que, por supuesto, no ha presentado.
Lo
que quería era envenenar.
Así ha sido siempre: Uribe envenena todo lo
que toca.
Envenenó las elecciones internas de su partido (y este
periódico contó que una jurado, escandalizada por las trampas con que se
escogió a Óscar Iván Zuluaga, acabó renunciando).
Envenenó el ambiente
de las elecciones para Cámara y Senado (y congresistas respetables, aun
seguidores suyos, acabaron renunciando).
Envenenó estas elecciones
presidenciales, las más sucias y lamentables de que se tenga memoria:
envenenó a Zuluaga, que mintió sobre su relación con el hacker y sobre
las veces que lo había visitado.
Luego dijo Zuluaga que el video había
sido manipulado; finalmente —en lo que tiene que ser el más grande
ridículo de los últimos tiempos— sugirió que ese señor del video no era
él.
Y así Zuluaga llega a las urnas enredado en un lío más grave que el
que llevó a renunciar a Nixon.
Pero sigue ahí.
Les miente a sus
votantes, les miente a los demás colombianos, pero ahí sigue.
Por eso es
una pérdida de tiempo pedirle la renuncia al candidato: renunciar sería
una conducta honorable y limpiaría el ambiente. Eso no le conviene. Le
conviene lo turbio y lo envenenado.
Las
del domingo no son unas elecciones presidenciales: son un examen de la
salud mental y moral de este país.
Veremos qué resultado arrojan.
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Juan Gabriel Vásquez | Elespectador.com
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