martes, 27 de julio de 2010

Papel y lápiz por favor, por Alberto Salcedo Ramos


Para mi es un placer leer a Alberto Salcedo...
LuisEmilioRadaC
Pd:

Papel y lápiz, por favor
Por Alberto Salcedo Ramos


Me contó Jaime García Márquez que en cierta ocasión iba
paseando en coche por el Centro de Cartagena con su célebre
hermano mayor.
De pronto vieron a una mujer bella caminando
por el andén. Gabo quiso decirle algo y por eso pidió que el coche se detuviera.

Los dos hermanos descendieron raudamente del
vehículo. Y entonces, ¡oh, sorpresa!: la mujer ya no
se encontraba en el lugar en el cual la habían visto
segundos antes. Intrigados, emprendieron un barrido
meticuloso por la cuadra, convencidos de que tarde o
temprano la hallarían.
Pero sus esfuerzos fueron vanos.

A partir de aquel momento Gabo empezó a fantasear
con el destino que pudo haber tenido la mujer. Su
imaginación delirante tramaba numerosas conjeturas
sobre la misteriosa desaparición. Cada vez que se encontraba
con Jaime añadía nuevas teorías, nuevos desenlaces
posibles.
Así, las conversaciones sobre el tema se convertían
en un divertimento maravilloso.

Un día sucedió el milagro
: Jaime iba caminando por la misma
calle del Centro de Cartagena cuando vio a la mujer. Habló
con ella, le pidió sus datos personales.En seguida buscó un teléfono
para llamar a Gabo a su casa de México y darle la buena
noticia. La respuesta que recibió desde el otro lado de la
línea lo dejó de una sola pieza:

¡Pero qué pendejo eres!: me acabas de dañar el cuento.

De ese modo, Jaime confirmó que para su hermano mayor
nada es tan importante como la literatura. Ni siquiera el
hallazgo de la mujer más bella de la tierra.

II: Aquella noche de 1955, cuando apenas contaba
ocho años, Paul Auster venía saliendo del estadio
después de haber visto el partido de su novena favorita,
Los Gigantes de Nueva York. De repente se topó con
Willie Mays
, la estrella del equipo. Sin pensarlo dos
veces, Auster le pidió un autógrafo.

“Claro, niño, claro”, le respondió Mays. “¿Tienes un lápiz?” Desde luego, el niño no tenía un lápiz, y tampoco su padre, ni su madre, ni ninguno de los otros adultos que estaban abandonando el parque
de béisbol. Mays se encogió de hombros, dijo que lo lamentaba mucho y se alejó. Paul Auster lo acompañó con la mirada hasta
cuando se perdió de vista. Triste, frustrado. Esa misma noche juró
que nunca más andaría por la vida sin un lápiz en el bolsillo.

Al cabo de los años llegó a la siguiente conclusión: “Si hay un lápiz en tu bolsillo, existe una buena posibilidad de que algún día te sientas tentado a usarlo. Me gusta decir que así fue como me
convertí en escritor”.


Tanto la mujer misteriosa del primer relato como el lápiz en el
bolsillo del segundo son testimonios fehacientes de la pasión
por el oficio narrativo.

Conviene mirarse más a menudo en el espejo de estos escritores que siempre encuentran pretextos de sobra para trabajar, en lugar
de encontrarlos para seguir anclados en los cafés explicándoles a los
contertulios por qué no pudieron hacer la novela de sus sueños

o por qué las musas conspiraron contra ellos.

Balzac lo expresaba de manera más ruda: “Lo único que
importa es poner el trasero en la silla cuantas veces sea
necesario”. La moraleja es inquietante: a cualquiera le dan
ganas de ser escritor: lo jodido es sentarse a escribir.

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