martes, 13 de mayo de 2014

Contra los "canallistas", por Héctor Abad Facciolince



Esto lo escribí esta mañana… 

CAMPAÑAS POLÍTICAS

RADAR. Si se escuchan, leen y soportan tantos argumentos en estas campañas políticas.
Todos hacen sus cuentas.
Pero, ¿sí quieren el bienestar de la mayoría?

RADAR. Unas de las cosas que se ven MÁS en las campañas políticas, además de los votos, los sapos, las cédulas falsas, las promesas irrealizables… son las NECEDADES de los escritores "sabiondos" de la política. NUNCA han ganado una elección y siguen argumentando... 

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Pd: Leamos a Héctor Abad Facciolince, que me gustó la columna


Contra los "canallistas"

Sí, ya sé que la palabra no está en el diccionario, pero voy a llamar así, canallistas, a esos demagogos del verbo, a esos bufones de la perorata y el agravio para los cuales todo el mundo es canalla, bajo, ruin, corrupto y malnacido, salvo ellos mismos y la pequeña camarilla de amigos que aplauden sus artículos y sus discursos.
Por: Héctor Abad Faciolince

Su prosa es virulenta e incendiaria, y generaliza al mundo entero bajo el paraguas de la maldad y la inmoralidad pública y privada. Su actitud es de altivez intelectual, desdén gramatical, y desprecio moral por cualquier figura pública (especialmente si pertenece a un movimiento político, o peor, al Gobierno), a quienes, sin distinción alguna, mete en el mismo saco de ladrones, canallas, bellacos, mercachifles, cuando no asesinos, bandidos y ejecutores o cómplices de todos los horrores que haya habido en el país. Para el canallista, todo el que busque la paz es guerrillero, y por ende secuestrador y terrorista.

  

 
Polémico con todos, amigo de ninguno, el canallista —desde su trono moral, desde su impoluta torre de integridad— desprecia e insulta al mundo entero con grandes adjetivos generalizadores. Toda la clase política no es más que una jauría de brutos y corruptos, mamones de la teta pública, cómplices de minas, masacres, atentados. El canallista, por supuesto, tiene mucho de donde cortar tela, pues la política suele ser una actividad bastante turbia en todo el mundo, y rara vez los gobernantes son estadistas. Al canallista le queda fácil encontrar algún dato, bien sea una frase o una salida, una traición o una mentira, para vilipendiar a cualquiera que esté o haya estado en un cargo público. El canallista vive de la dificultad y tragedia de la política, que es una actividad de transacciones y acuerdos, más que de principios inamovibles.
 
Este tipo de actitud polémica e incendiaria es conocida en todo el mundo. Al canallista, en Italia, se le llama “qualunquista”, en Francia, “poujadista”, y unos y otros, en general, alimentan el populismo reaccionario de izquierda o de derecha: los tiranos suelen empezar como canallistas que escupen azufre contra todo aquello que no son ellos. Así empezó aquí Laureano, el gran moralista, un botafuego profesional de oratoria iracunda, y así mismo empezaron Mussolini, Hitler, Le Pen… ladrando contra todo y contra todos, en una falsa antipolítica, criticando desde una altura angelical e impoluta, que lo único que pretendía era una anarquía momentánea, un vacío político, un aturdimiento de todos los movimientos, de todos los partidos, para aprovechar el momento y encaramar en el poder a un déspota.
 
Al canallista lo define la desconfianza genérica y total en todas las instituciones y figuras públicas: el Congreso, el Ejecutivo, las Cortes, la Fiscalía, lo que sea, todos son nidos de víboras, sentinas de podredumbre, alcantarillas. Sólo hay un hombre bueno, la primera persona del singular, el pronombre primero del hablante (yo yo yo), al lado de un pueblo genérico e ingenuo que debería seguirlo como un rebaño.
 
El canallismo es la antesala perfecta del populismo demagógico y de la dictadura. Porque la política no consiste, no puede consistir, en escoger a un solo Mesías idóneo, inmaculado, impoluto. Tampoco consiste en optar por lo perfecto —que no existe— sino en descartar lo más malo y escoger aquello que, según las circunstancias, es lo más conveniente para un país, o lo menos dañino. Uno no vota por lo ideal —que no lo hay casi nunca— sino contra los más malos.

Al canallista nadie le parece bien, todos son asquerosos salvo su caudillo, que puede ser él mismo. El canallista no dice cuánto Estado quiere, o si no quiere ninguno o si piensa que el Estado debería ser su propia monarquía. O si lo que quiere es la anarquía, no nos muestra dónde ha funcionado bien, salvo en un fantástico pasado del buen salvaje primitivo o en un futuro del hombre comunista, o del hombre unido a Dios. En últimas, creo que no hay canallas más canallas que los canallistas.
  • Héctor Abad | Elespectador.com

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