Es bueno que entre nosotros mismos, los colombianos, sepamos quienes somos...
He conocido muchas historias.
He escuchado muchos comentarios.
Unos son valiosos, pero otros no pasan de ser chismes de comadres.
El debate está interesante, repito.
Preocupa, eso sí, como lo señaló en una de sus últimas columnas en el diario El Heraldo, el economista Jairo Parada: los candidatos parece que se les olvida la región Caribe...
Revisemos esta nota de Mario Jursich Durán...
RADAR,luisemilioradaconrado
@radareconomico1
Gustavo Petro y la izquierda aplazada
El candidato del
 movimiento Colombia Humana, quien aspira a encarnar el legado del líder
 liberal asesinado en 1948 Jorge Eliécer Gaitán, se ha topado con dos 
grandes obstáculos: sus propias contradicciones y el abstencionismo de 
los votantes que podrían darle la victoria.
			
BOGOTÁ
 — Cincuenta años de conflicto con las Farc convirtieron a Colombia no 
solo en uno de los países más a la derecha de América Latina, sino 
también en uno de los más reacios a considerar cualquier cosa que 
parezca de izquierda, ya sea el aborto, el acoso sexual, los derechos 
humanos o la titulación de tierras.
Con una mezcla de humor y resignación, el analista Hernando Gómez Buendía
 ha explicado que aquí no elegimos entre izquierda y derecha, sino entre
 derecha y extrema derecha. Colombia nunca ha tenido un presidente de 
izquierda y los partidos socialistas o comunistas, si bien han ganado 
alcaldías de primera fila como las de Bogotá, en general han sido 
espectadores pasivos de los comicios presidenciales. El único político 
de izquierda que ha estado cerca de sentarse en el solio de Bolívar fue Jorge Eliécer Gaitán,
 pero en este caso “cerca” expresa sobre todo una conjetura. Suponemos, 
aunque no podamos dar por cierto, que Gaitán habría ganado las 
elecciones de 1949 si no lo hubieran matado el 9 de abril de 1948.
Dos
Para
 la gente de izquierda, conmemorar el 9 de abril siempre ha sido 
importante. Ese día, claro está, se recuerda al líder caído y a las 
víctimas de la violenta confrontación conocida como el Bogotazo,
 pero más aún se reaviva la memoria de una frustración. Fue ese día 
cuando el triunfo en las urnas de la izquierda quedó aplazado, cuando el
 sueño de gobernar al país entró en un purgatorio.
No
 es extraño, pues, que los asesores de la campaña de Gustavo Petro, 
exguerrillero del Movimiento 19 de Abril (M-19) y el primer candidato de
 la izquierda con opciones reales de convertirse en presidente de 
Colombia, hayan decidido presentarlo como el heredero histórico de 
Gaitán o, para decirlo de otra manera: como el encargado de llevar a 
buen puerto una tarea que había quedado inconclusa en 1948.
Sería
 necio desconocer que en este aspecto la campaña ha sido brillante. 
Además de ofrecerle al público una narrativa sin ninguna dificultad de 
comprensión y de aprovechar las semejanzas que todo el mundo ve entre 
ambos —la elocuencia ante el público, la cercanía en el trato con la 
gente, la defensa de los desposeídos—, sus asesores también han 
realizado un trabajo modélico en redes sociales, particularmente a 
través de un conjunto de memes cuya espontaneidad apenas oculta su 
sofisticación.
En
 el que más me gusta, se han conjuntado la célebre foto que Lunga le 
tomó a Gaitán en la Marcha del Silencio (un mitin realizado el 7 de 
febrero de 1948, donde los participantes debían guardar silencio como 
expresión de duelo por las víctimas de la policía) y una instantánea de 
Petro —candidato por el movimiento Colombia Humana— recogida en una de las manifestaciones multitudinarias a su favor cuando la Procuraduría anunció que lo destituiría
 como alcalde de Bogotá en 2013. Salvo porque la primera imagen está en 
blanco y negro y la segunda no, uno podría imaginar, con absoluta 
naturalidad, que se trata de dos fotogramas de una misma secuencia 
fílmica.

Tres
El
 problema con el paralelismo anterior es que, así parezca elegante y 
obvio, tiene más agujeros que un queso gruyer. Si uno consulta libros 
descubrirá enseguida que Gaitán, antes que un líder de la izquierda, era
 un político liberal con ideas socialistas —de hecho, nunca dejó de 
mirar con ojo torvo a los comunistas de su tiempo— y, si se vale de 
cálculos geomáticos o de los callejeros de Bogotá, Medellín o cualquiera
 de las ciudades donde Petro ha desbordado las plazas, acabará por 
convencerse de que las matemáticas electorales son tercas y no ceden a 
los embrujos de la imagen. En la plaza de Bolívar, la más grande del 
país, solo caben 55.612 personas
 (el cálculo lo hizo el profesor de la Universidad de los Andes Daniel 
Páez). Eso significa que Petro podrá haber abarrotado todos los 
escenarios que quiera, pero aún así necesitará todavía bastantes más votos si quiere llegar a convertirse en el cuadragésimo primer presidente de Colombia.
Si
 cruzamos variables como el respaldo obtenido en anteriores elecciones, 
el número de sus seguidores en Twitter y lo que muestran distintos 
sondeos y encuestas, se puede especular que Petro parte con un capital 
de tres millones de votos.
 La mayoría de los analistas coincide en que, si quiere pasar a la 
segunda vuelta, deberá conseguir otros dos millones más. Ahí surge la 
pregunta crucial: en un país con niveles de abstención cercanos al 50 por ciento,
 en una cultura política donde la izquierda siempre llega dividida a los
 comicios presidenciales, en un entorno social polarizado, ¿cuáles son 
los obstáculos que enfrenta su campaña para seducir a ese no 
precisamente exiguo caudal de votantes esquivos? O, para ponerlo en 
otros términos: ¿qué barreras le impiden capitalizar en las urnas el 
innegable descontento social de Colombia si, como se nos ha enfatizado, 
él es quien recibió la herencia política del gaitanismo?
Cuatro
La
 dificultad de arranque, el brazo de retén con que se enfrentan los 
escépticos y los indecisos, es la extraña posición que Gustavo Petro 
ocupa en el espectro político. Nacido en Ciénaga de Oro, Córdoba, en 
1960, Petro tuvo una infancia pobre que lo llevó muy temprano a las 
filas del M-19, a pasar unos años en la cárcel y luego a convertirse en 
uno de los legisladores más reputados de Colombia.
En
 el camino de un punto al otro tuvo tiempo para aprender a construir 
casas (en su juventud fue un estupendo maestro de obra), para estudiar Administración de Empresas, para aficionarse a los libros de Gabriel García Márquez (su alias en la guerrilla era Aureliano, en homenaje al coronel de Cien años de soledad),
 para convertirse en un consumado bailarín de porro, para desarrollar 
una profunda aversión por los lácteos y una no menos profunda pasión por
 los dibujos animados, para cultivar una manifiesta indiferencia por la 
ropa (su mujer es quien le elige lo que se pone cada mañana), para 
casarse tres veces, la última de ellas con Verónica Alcocer, la hija de un rico abogado conservador del departamento de Córdoba, y para tener seis hijos.
Aunque
 el M-19 no fue exactamente un partido de izquierda convencional, la 
formación teórica de Petro sí lo fue. Sus lecturas fueron el Libro rojo de Mao Zedong, Los conceptos elementales del materialismo histórico de Marta Harnecker y, como no podía ser de otro modo, Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano. A ese marxismo rudimentario, Petro añadió posteriormente Imperio
 de Michael Hardt y Antonio Negri e investigaciones relacionadas con las
 “nuevas sensibilidades” de la izquierda —el medioambiente, el 
animalismo, las luchas feministas, los derechos de las minorías raciales
 y sexuales—, todo lo cual ha terminado por darle un perfil de político 
inesperado aunque contradictorio.

Pese
 a que sus seguidores y él mismo tratan de hacer a un lado las 
incongruencias de su carrera, estas son demasiado evidentes como para 
ignorarlas. En 2008, Petro dio el voto decisivo
 para que un católico ultramontano, Alejandro Ordóñez, llegara a ser el 
procurador general de la nación, un puesto crucial. (En su ingenuidad o 
falta de cálculo, no previó que cinco años después ese mismo funcionario
 lo destituiría con malas artes de tinterillo). Ya como alcalde de Bogotá, se opuso con vehemencia a las corridas de toros, aunque no manifestó las mismas reservas frente a las peleas de gallos, que son tan o más brutales.
Estas contradicciones producen alarma entre quienes son sus adversarios políticos, pero sobre todo
 entre quienes están cavilando su voto para el próximo 27 de mayo. Los 
indecisos no saben hasta qué punto creerle al exalcalde de Bogotá. Hace 
unos meses, Petro repetía que su primer acto de gobierno sería convocar una Asamblea Constituyente
 para expedir una nueva carta magna. Al advertir que la propuesta era 
rechazada, incluso por algunos de sus más conspicuos seguidores, dejó de
 hablar de ello. ¿Significa eso que renunció al proyecto o que 
simplemente está esperando el momento propicio para ponerlo de nuevo 
sobre la mesa? ¿Es Petro un simple antipolítico o en realidad quiere 
cambiar las reglas de juego que limitan el poder en las democracias 
liberales?
Yo
 veo en estas incongruencias los efectos inesperados de una vida que lo 
llevó de la pobreza a la guerrilla, a la cárcel, al poder y a los clubes
 sociales, y de una posición política incómoda, difícil, en la que no 
tiene más remedio que intentar la cuadratura del círculo. Dicho de otra 
manera: las incoherencias que uno le advierte a Petro son la 
consecuencia de tener que sonar muy radical para las masas que lo siguen
 y no muy radical para quienes tienen en sus manos la única posibilidad 
de que gane la presidencia de la república.
Cinco
Pero
 hay algo más. En un país con tanta desigualdad como Colombia, los 
candidatos presidenciales están obligados a demostrar que quieren 
enfrentar el statu quo. Con eso no me refiero a las vacuas 
promesas de campaña, sino a la necesidad de mostrar ideas novedosas a la
 hora de combatir la pobreza, la discriminación o la violencia. Sometido
 a esa lógica, Petro ha terminado por ser víctima de su temperamento 
sanguíneo y de lo que aquí, a falta de un mejor término, me gustaría 
llamar el imperativo reformista de los partidos de izquierda.
En
 1977, en una célebre polémica sostenida por Octavio Paz y Carlos 
Monsiváis, Paz dijo que, dada su facilidad para el humor, Monsiváis 
corría el riesgo de ser visto como “un hombre de ocurrencias y no de ideas”.
 Guardadas todas las proporciones (y en este caso son inmensas), la 
facilidad para el impromptu de Petro hace que quienes oímos lo que dice 
pongamos la misma cara de sorpresa y suspicacia que pone el público de 
un circo cuando el mago saca un conejo del cubilete. Ya se trate de 
construir viviendas de interés social en los terrenos más caros de la 
ciudad, de remplazar la extracción de petróleo con el cultivo de 
aguacates o de poner en todos los techos de las casas caribeñas un panel
 solar, Petro siempre tiene a flor de labios un eureka que desconcierta a
 sus interlocutores y le ha ganado esa fama de hombre imprevisible, a 
medias genial, a medias desvirolado.
Por no prestar atención a los posibles efectos deletéreos de sus ideas, Petro se ha pasado estos meses aclarando
 qué fue lo que quiso decir en relación con prácticamente todos los 
puntos de su campaña y abriendo un flanco débil que los demás candidatos
 han explotado sin vacilaciones.

Mientras
 estuvo en el Congreso, Petro fue un magnífico fiscalizador. Adelantó 
debates memorables contra el paramilitarismo, la quiebra del Banco del 
Pacífico y la corrupción en las obras públicas. Pero cuando le llegó el 
turno de ser alcalde —esto es, cuando le tocó estar del lado ejecutivo 
de la gestión pública— demostró innegables tendencias autoritarias y un 
desinterés casi suicida por la implementación práctica de sus proyectos.
No
 sorprende, entonces, que para muchos (entre los cuales me cuento) Petro
 encarne una versión criolla del Principio de Peter, la teoría 
desarrollada por el pedagogo del mismo nombre según la cual todas las 
personas que realizan bien su trabajo son promocionadas a puestos de 
mayor responsabilidad y llega un momento en el que no solo son incapaces
 de entender en qué consiste el nuevo trabajo, sino que se vuelven 
incompetentes.
Y seis
Las
 variables comentadas hasta aquí son parte de los dilemas que enfrenta 
todo candidato en unas elecciones y, aunque no las controlen por 
completo, sí pueden moldearlas con mayor o menor fortuna. No es el caso 
de la dos últimas. Colombia, como tantos países latinoamericanos, sufre 
las consecuencias de tener una democracia desprestigiada, una economía 
incierta y un futuro que despierta enorme ansiedad, sobre todo entre 
quienes pertenecen a los sectores más desprotegidos de la población. Ese
 estado de cosas ha instaurado la convicción de que se requiere un 
notorio cambio de rumbo, pues nadie cree que los mismos políticos y 
partidos que nos trajeron hasta aquí puedan conducirnos hasta una zona 
menos borrascosa.
Carezco
 de instrumentos apropiados para traducir a números el descontento, pero
 puedo decir que entre la clase media ilustrada —a la que pertenecen 
muchos intelectuales y artistas—, los estudiantes universitarios y los 
miembros de la clase baja que no han sido cooptados por alguna de las iglesias evangélicas,
 ese malestar ha llegado a un punto de no retorno. Para ellos, votar por
 Petro será “un gesto desesperado de supervivencia y fe que puede salir 
mal, pero que no se puede no hacer”.
Estas
 elocuentes palabras del crítico de cine Pedro Adrián Zuluaga enmascaran
 los dos problemas más complejos que enfrenta Petro: por un lado, la 
población desencantada entre la cual busca los votos que le faltan no 
asiste a las urnas (la abstención en esos segmentos supera el 50 por ciento
 y tiende a aumentar) y, por otro, la coyuntura económica que permitió 
el ascenso de los presidentes Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador y 
Morales en Bolivia ya no es la misma —¿alguien duda de que el mejor 
momento de la izquierda latinoamericana coincide con las desaforadas 
alzas en el precio internacional de los recursos naturales?—. En caso de
 ganar, Petro no tendría un superávit para redistribuir, razón por la 
cual está arriesgándose al proponer algo tan impredecible como una nueva
 constitución.
En
 diez días los colombianos iremos a las urnas. Veremos entonces si este 
país sigue escorado tercamente a la derecha, se decanta —como tantas 
otras veces— por el “mal menor” de una opción centrista o si decide que 
ya es tiempo de vivir, sí, aquella historia tantos años aplazada.
		
	
	


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