Alberto Salcedo.
Junio 1-2016 –El Tiempo-
Hoy amanecí sin ganas de levantarme de la
cama. Recordé de golpe todos los horrores que me tocó vivir en el año 2000.
Aquel fue el peor año de mi vida: el seis
de enero, día del cumpleaños de mi madre, nos asaltaron a ella y a mí en el
barrio Ciudad Jardín de Barranquilla. El 12 de enero –también en Barranquilla–
dos delincuentes me atracaron mientras grababa el programa televisivo Vida de
barrio. El 23 fui operado en una clínica de Bogotá, tras soportar una racha de
punzadas insoportables debido a que tenía la vesícula infestada de cálculos.
En pocos días había pasado por tres
situaciones dramáticas inusuales. Hoy, al mirar hacia atrás en perspectiva,
supongo que esos primeros contratiempos pueden ser interpretados como anuncios
de las dos desgracias mayores que estaban por venir.
A comienzos de mayo me enteré de que mi
madre tenía cáncer de páncreas. Al principio les solicité a los médicos que le
ocultaran el diagnóstico para no hacerla sufrir más. En el hospital de Bogotá
donde estaba internada mientras los oncólogos decidían qué procedimiento
aplicarle, mi madre se dedicaba apaciblemente a hacer dibujos en un cuaderno.
Entonces llegó la calamidad del 19 de mayo.
Tomé un taxi en el centro de Bogotá. Poco después el taxista simuló que el
vehículo se le había apagado, y dos compinches suyos irrumpieron para hacerme
pasar una noche de espanto: me saquearon, me tuvieron durante casi dos horas
dando vueltas por la ciudad. Lo peor fue que me obligaron a darles el número
telefónico de mi casa. Les entregué un dato falso sin imaginar que ahí mismo,
delante de mí, harían una llamada de prueba. Entonces me propinaron una
golpiza.
Como los delincuentes ya habían extraído el
tope máximo de dinero de mi cuenta de ahorros, debían esperar hasta el día
siguiente para sacar más plata. Al tener mi número telefónico pretendían
intimidarme para que no fuera a bloquear la cuenta antes de que ellos hicieran
el nuevo retiro. Cuando me liberaron, casi a las once de la noche, insistieron
en que podrían localizarme en caso de que yo me “torciera”.
Por supuesto, denuncié el hecho y pedí
bloquear la cuenta. Desde ese momento los asaltantes empezaron a llamar por
teléfono para amedrentarme. Yo estaba en un shock profundo. Cuando fui al
hospital a visitar a mi madre hice esfuerzos muy grandes para fingir
tranquilidad, pero ella supo de inmediato que algo malo pasaba.
— ¿Cierto que estás triste porque lo que
tengo es cáncer, mijo?
Me sentí mal por no haberme mostrado lo
suficientemente tranquilo para evitarle esa pena, y maldije a mis asaltantes.
En ese trance escribí una crónica para contar el suceso –una crónica que por nada del mundo releo–. Ignoraba que a los pocos días mi madre moriría en el hospital durante la fase postoperatoria.
En ese trance escribí una crónica para contar el suceso –una crónica que por nada del mundo releo–. Ignoraba que a los pocos días mi madre moriría en el hospital durante la fase postoperatoria.
Cuando escribí sobre mi asalto pensaba que
el mal sabor quedaría en el texto y que luego yo podría olvidarlo sin
problemas. Ahora comprendo que ese es un lujo imposible para quienes tenemos
buena memoria. Eso sí: los memoriosos no solo revivimos los horrores: también
podemos evocar lo hermoso. Entonces cierro los ojos, y cuando reaparece en mis
recuerdos el rostro de mi madre le estampo un beso nostálgico.
ALBERTO SALCEDO RAMOS
Twitter: @SalcedoRamos
Twitter: @SalcedoRamos
No hay comentarios:
Publicar un comentario