¡Se fue el mejor!
Murió Alí, como nos iremos
todos de este mundo. La diferencia entre él y nosotros, es que fue el mejor
boxeador que hemos visto en todos los tiempos... los que hemos vivido. Él hizo con sus
puños lo que le dio la gana. Golpeó a los mejores y se mofó de ellos. Siempre
dejando una huella indeleble en la historia del boxeo y de la comunidad
internacional.
Nos gozamos sus combates. Lo
respetamos siempre. Entendimos lo que gritaba a todo pulmón. Compartimos sus
tristezas. Y acompañamos a los negros en su lucha por su liberación.
Por eso el día que ganó Barack,
hicimos fiesta.
Y también la volvimos a hacer
cuando el pueblo norteamericano lo mantuvo en el poder al reelegirlo.
Se puede ir tranquilo Muhammad,
porque será recordado siempre.
RADAR,luisemilioradaconrado
@radareconomico1
Pd: me gustó esta nota de
Alberto…
LA MEDALLA DE MUHAMMAD ALÍ
Por ALBERTO SALCEDO RAMOS | Publicado el 28 de julio de 2012
Una cosa es ver hoy películas
sobre la segregación racial en Estados Unidos, y otra cosa es haberla padecido
en carne propia, Muhammad, como te sucedió a ti.
Ya a los cinco años, en tu natal Louisville, notaste la exclusión. Una tarde le
preguntaste a tu padre por qué todas las personas que tenían propiedades y
ocupaban cargos importantes eran blancas. Tu padre solo se encogió de hombros,
así que tú le replanteaste la pregunta.
- Entonces, ¿qué hacen los negros, papá?
Tú mismo encontraste muy pronto la respuesta: los negros fregaban inodoros,
limpiaban caballerizas. Y encima, eran víctimas de fanáticos empeñados en
exterminarlos. No tenían acceso ni a las universidades ni a los parques de
recreación, y para jugar béisbol profesional debían afiliarse a la humillante
organización que les crearon los blancos: las Ligas Negras.
Fuiste un atleta superdotado: medalla de oro olímpica a los dieciocho años,
campeón mundial a los veintidós. Pero lo mejor es que tú, a diferencia de los
demás boxeadores, no decidiste subir al ring para matar el hambre sino para
hacerte oír. Te reinventaste a partir de la locuacidad porque, sagaz como eres,
descubriste que “la gente no soporta a los charlatanes pero siempre los
escucha”.
Aún después de ganar la medalla olímpica seguiste siendo despreciado por los
mandamases de Kentucky. Una noche te tocó llevar a tu novia a comer galletas y
atún enlatado en la tienda, porque en ningún restaurante te abrieron las
puertas.
Aunque los pergaminos deportivos no te sirvieran para acceder a los derechos
más elementales, sí podían ayudarte, como tú mismo lo dijiste, “a ser negro de
otra manera”. Te cambiaste el nombre de pila, Cassius Clay, porque lo sentiste
como un rótulo de mercadería puesto por los esclavistas. Te negaste a prestar
el servicio militar, dijiste que no irías a Vietnam a matar a nadie en nombre
de un país -el tuyo- que escupía sobre ti y sobre tus hermanos.
Te despojaron de la corona, te alejaron del ring durante tres años y medio que
habrían sido, quizá, los de mayor esplendor. Hubieras podido acomodarte al
establecimiento y seguir ganando millones, pero tuviste las agallas suficientes
para poner tus convicciones por encima de tu necesidad de supervivencia. Sin
más armas que un par de puños y una boca grande que ningún poderoso pudo
silenciar, marcaste un hito en la lucha de los derechos civiles.
Larry Holmes, excampeón mundial, dijo en cierta ocasión: “Es duro ser negro.
¿Has sido negro alguna vez? Yo fui negro… cuando era pobre”. Tú, en cambio,
como lo sentenció el poeta LeRoy Jones, jamás utilizaste la notoriedad para
convertirte en un blanco honorario.
Le diste a tu oficio de pobre una dimensión política extraordinaria. Por eso
ahora, cuando celebras los setenta años, el mundo te nombra con respeto. Ayer
un periodista deportivo recordaba que la medalla de oro que ganaste en los
Juegos Olímpicos del 60 se extravió. No estoy de acuerdo con él, ¿sabes?: yo
aún puedo verla brillar en tu cuello de campeón.
RADAR
Aprovechemos esta oportunidad para colgar esta otra nota que amplía un poco más esa historia de Cassius Clay:
Ya a los cinco años, en tu natal Louisville, notaste la exclusión. Una tarde le preguntaste a tu padre por qué todas las personas que tenían propiedades y ocupaban cargos importantes eran blancas. Tu padre solo se encogió de hombros, así que tú le replanteaste la pregunta.
- Entonces, ¿qué hacen los negros, papá?
Tú mismo encontraste muy pronto la respuesta: los negros fregaban inodoros, limpiaban caballerizas. Y encima, eran víctimas de fanáticos empeñados en exterminarlos. No tenían acceso ni a las universidades ni a los parques de recreación, y para jugar béisbol profesional debían afiliarse a la humillante organización que les crearon los blancos: las Ligas Negras.
Fuiste un atleta superdotado: medalla de oro olímpica a los dieciocho años, campeón mundial a los veintidós. Pero lo mejor es que tú, a diferencia de los demás boxeadores, no decidiste subir al ring para matar el hambre sino para hacerte oír. Te reinventaste a partir de la locuacidad porque, sagaz como eres, descubriste que “la gente no soporta a los charlatanes pero siempre los escucha”.
Aún después de ganar la medalla olímpica seguiste siendo despreciado por los mandamases de Kentucky. Una noche te tocó llevar a tu novia a comer galletas y atún enlatado en la tienda, porque en ningún restaurante te abrieron las puertas.
Aunque los pergaminos deportivos no te sirvieran para acceder a los derechos más elementales, sí podían ayudarte, como tú mismo lo dijiste, “a ser negro de otra manera”. Te cambiaste el nombre de pila, Cassius Clay, porque lo sentiste como un rótulo de mercadería puesto por los esclavistas. Te negaste a prestar el servicio militar, dijiste que no irías a Vietnam a matar a nadie en nombre de un país -el tuyo- que escupía sobre ti y sobre tus hermanos.
Te despojaron de la corona, te alejaron del ring durante tres años y medio que habrían sido, quizá, los de mayor esplendor. Hubieras podido acomodarte al establecimiento y seguir ganando millones, pero tuviste las agallas suficientes para poner tus convicciones por encima de tu necesidad de supervivencia. Sin más armas que un par de puños y una boca grande que ningún poderoso pudo silenciar, marcaste un hito en la lucha de los derechos civiles.
Larry Holmes, excampeón mundial, dijo en cierta ocasión: “Es duro ser negro. ¿Has sido negro alguna vez? Yo fui negro… cuando era pobre”. Tú, en cambio, como lo sentenció el poeta LeRoy Jones, jamás utilizaste la notoriedad para convertirte en un blanco honorario.
Le diste a tu oficio de pobre una dimensión política extraordinaria. Por eso ahora, cuando celebras los setenta años, el mundo te nombra con respeto. Ayer un periodista deportivo recordaba que la medalla de oro que ganaste en los Juegos Olímpicos del 60 se extravió. No estoy de acuerdo con él, ¿sabes?: yo aún puedo verla brillar en tu cuello de campeón.
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