Heriberto Fiorillo
El que plagia no
solo sabe que perjudica a otro hacedor. También pretende engañar dos veces al
público.
En Colombia, un blog
demuestra una y otra vez que las portadas de algunas revistas nacionales son
copia de varias extranjeras. Una docena de fotógrafos locales se apropian del
concepto, del estilo, de los temas y los encuadres de colegas europeos y
norteamericanos. Un músico demanda a otro porque su canción se parece demasiado
a la suya. La marca de Cartagena es igualita a la de Hong Kong. Aquella campaña
de turismo local calca otra desplegada en Puerto Rico.
En un extremo
habitan las coincidencias y las casualidades. En el otro, el cinismo y el
plagio. No es lo mismo inspirarse en la obra de otro para producir una
distinta, que copiar aquella en lo esencial y presentarla como propia,
negándole los créditos a la original. No es lo mismo admirar e imitar a
Faulkner o a Carver a los 17 años mientras se busca una voz y un estilo, que
copiarlo de frente a los 40.
Ad portas de
echar a andar una revista nacional y con la cabeza llena de ideas, el dueño del
proyecto me aclara que todo está inventado, me muestra dos revistas
norteamericanas y una europea, me llama a dos traductores y me entrega una
tijera.
Yo era un
muchacho apenas de veintitantos años y opté por salir de allí y mantenerme en
la aventura del periodismo, pero los años me fueron enseñando con tristeza que,
con admirables excepciones, nuestro país era un lugar común lleno de lugares
comunes, pendiente de un primer mundo, al que copia de manera permanente, en un
alborotado complejo de inferioridad.
Con un problema tan grave de identidad, solo es bueno lo que viene de afuera, lo aprobado en el primer mundo. Quizás por eso gran parte de nuestros compatriotas se sienten ciudadanos de segunda y, con algunos engaños y esfuerzos, creen acceder a primera. De ahí su cultura de la copia.
Saber imitar es
un valor reconocido y aplaudido en todo el territorio nacional. La televisión
colombiana -sus programas de concurso, de noticias y de opinión- se ha
inspirado, más allá de su tecnología, en modelos y formatos extranjeros. Unos
han llegado a la ridiculez de copiar no solo la estructura del programa, sino
su escenografía, la camisa y ¡la corbata del imitado presentador!
¿Recuerdan
aquella pequeña revista nacional de farándula que buscaba y premiaba al doble
de Charles Bronson, Bruce Lee y otros artistas de Hollywood? Hoy, el popular
programa Yo me llamo consolida la importancia, el valor que se otorga en
nuestra sociedad a quien imita bien.
En la vida del
arte hay inspiraciones, versiones, subversiones e imitaciones burdas, copias
descaradas y ruines. Para copiar con la intención de robar hay que asumirse
villano o tal vez inferior, incapaz de producir una obra de calidad, creativo a
medias. Lo dijo, casi con ingenuidad, una directora: "Nos inspiramos en
ideas lindas que luego realizamos con nuestros modelos, nuestras luces,
nuestras cámaras". El resultado, empero, no añadía en su caso creatividad
alguna. Eran copias vulgares, "idénticas".
Frente a un
conocedor, los textos, las fotos, las pinturas, las campañas y los videos expresan
con claridad la intención de dolo, la falta ética. El que plagia no solo sabe
que perjudica a otro hacedor. También pretende engañar dos veces al público,
que desconoce, cree él, la obra original y puede, por lo tanto, asumirla como
suya.
La aparición y la
cobertura de Internet, con los infinitos recursos de Google, han informado y
entregado conocimiento sin precedentes a los colombianos y el resto del mundo.
Las obras originales están a los ojos de todos. Solo hay que ver y comparar. Se
nos sigue engañando a algunos, por supuesto, pero ya no se nos engaña a todos
tan fácil.
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