lunes, 6 de septiembre de 2010

Patadas de ahogado, por Alberto Salcedo Ramos



Patadas de ahogado

Por Alberto Salcedo Ramos

La noticia –inaudita, bochornosa– le dio la vuelta al mundo: Ronald
Quintero, jugador del Deportivo Pereira, se desmayó en pleno
entrenamiento a causa del hambre. Llevaba varios días sin probar
bocado debido a que su equipo no paga sueldos desde
hace cuatro meses.

Días después, impactados aún por el desfallecimiento del
compañero, varios jugadores del Pereira se animaron a exponer
en público sus penurias: uno de ellos duerme en el piso porque
no ha podido comprar cama, otro está endeudado hasta el tuétano
con el tendero de la esquina, el de más allá no tiene ni
para pagar un pasaje en bus.

La situación, con algunas variaciones, es la misma en la
mitad de los equipos del torneo profesional colombiano, los
cuales estarían al borde de la quiebra definitiva. América
les adeuda a sus jugadores ocho meses de salario, y
además los tiene sin sistema de salud; Millonarios debe
cuatro meses; Santa Fe, tres.



¿Cómo fue que desembocamos en esta crisis? Los expertos
se refieren a la baja asistencia en los estadios –en promedio,
unos seis mil espectadores por partido– y a la precaria calidad de
nuestro fútbol. Me extraña que no mencionen a la cuadrilla de
narcotraficantes que durante los años 80 y 90 manejaron algunos
clubes como si fueran su caja menor y convirtieron el
campeonato en un antro de mala muerte: lavadero de dólares sucios,
soborno de futbolistas, intimidación de jueces, asesinato de un árbitro
y de varios jugadores, resultados viciados, finales amañadas,
presencia de por lo menos un director técnico de métodos
delincuenciales.


La invasión de estos personajes corrompió la
atmósfera y, por otro lado, generó una sensación de prosperidad que a
todas luces era falsa, porque no se compadecía con la triste realidad de
nuestra economía. No es gratuito que entre los clubes que hoy están
al borde de la extinción figuren algunos de los que le vendieron el
alma al diablo en aquellos años de vergüenza.


Desaparecidos los lujos ilusorios del pasado, el barco empieza a
hundirse. Quedamos en nuestra plata, en lo que casi siempre
hemos sido: un país de famélicos jugadores de potrero, un país
cuyo fútbol va de fracaso en fracaso. Cuando el dinero mal habido
no circula a raudales, ciertos dirigentes incompetentes quedan al
descubierto. Y los futbolistas, los pobres futbolistas, que son las
víctimas más vulnerables del desastre, se inmolan en cada
entrenamiento. Por estos días varios de ellos han confesado que
ya solo pueden comer cuando sus equipos, al jugar de visitantes, se
alojan en los hoteles. Al oírlos es inevitable evocar la vieja frase de
Alberto Morlachetti, el sociólogo argentino: “quien muere de
hambre, muere asesinado”.

Y así nos va: nuestros seleccionados nacionales no clasifican a los
mundiales, nuestros equipos en Copa Libertadores son eliminados
en la primera ronda, nuestro fútbol se afea cada vez más,
nuestros estadios se vacían. No recuerdo una crisis peor. En el fútbol
de hoy, duele decirlo, somos apenas una triste República Bananera,
un lugar en el que la mayoría de los dirigentes parecieran tomar
sus decisiones con los pies y los futbolistas ya solo dan patadas
de ahogado.


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