martes, 27 de noviembre de 2012

Gossaín: La única muerte verdadera es el olvido. ¿Quién va a olvidar a Ernesto McCausland?



 
Como lo he comentado, va a ser duro cuando nos enteremos que Juan Gossaín, Gabriel García Márquez, Heriberto Fiorillo, Jaime Abello y otros periodistas que apreciamos se vayan de esta tierra.

Hoy, leyendo esa semblanza de Gossaín sobre su amigo Ernesto McCausland, volví a llorar, como me pasaba cuando recordaba a Aída Luz Herrera.

Con Aída, durante mucho tiempo, me sucedía que al recordarla, las lágrimas brotaban sin poderlo evitar. No es que uno sea llorón, sino que hay seres humanos que te marcan la vida. 
Ella fue mi compañera de clases en la Universidad Autónoma del Caribe. Murió un noviembre, antes de organizar su rumba de los 50 años. Y también fue mi compañera de tesis y una entrañable amiga. 

Una tesis que revisamos con Juan Gossaín, porque ella era amiga de Juan… Ahí lo admiré más, porque nos sugería unos cambios breves, pero sustanciales.

Ahora leyendo su semblanza de Ernesto, estoy casi seguro que te pasará lo mismo que a mí: las lágrimas saldrán de tu cuerpo sin poder evitarlo.

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Juan Gossaín hace una semblanza de su amigo Ernesto McCausland.
La única muerte verdadera es el olvido. ¿Quién va a olvidar a Ernesto McCausland?
Por mi parte, y aunque han pasado casi cuarenta años, todavía recuerdo perfectamente la mañana aquella. Yo trabajaba como jefe de redacción de El Heraldo, frente a la nueva catedral de Barranquilla, y escribía mis crónicas en la misma máquina ruinosa que había usado en su época el redactor Gabriel García Márquez, porque creía que eso se contagiaba a través de las teclas, pero la vida se encargó de enseñarme que mis ilusiones eran inútiles.
Fue por ese entonces cuando comenzaron a llegarme unas crónicas escritas a mano, en hojas de cuaderno, con esa letra redonda y rotunda que tienen los muchachos. En una de ellas su autor me decía que era un estudiante de bachillerato y quería ser periodista. Me llamaron la atención que fuera tan joven, pero, sobre todo, la calidad de los relatos que me mandaba y su sentido del humor. Le hice saber que me gustaría conocerlo. En la puerta de mi oficina, que era una jaula de vidrio, apareció aquella mañana un hombre altísimo y flaco, con la cara picada por las espinillas de la adolescencia.
 
 -Vengo de parte de Ernesto McCausland -me dijo-. Las manos le temblaban.
-Siéntese -le contesté al gigante, mirándolo por secciones-. Usted debe ser el hijo de Ernesto.
-No, no -se apresuró a corregirme, agitando las manos-. Yo soy él.
 
Fue la primera vez que nos morimos de risa juntos. Poco después yo me fui para Bogotá y Ernesto entró a la redacción de El Heraldo.
Aunque era el único barranquillero tímido que he visto hasta ahora, Tico se volvió rápidamente un periodista auténtico, incansable y andariego. Pronto descubrí que su sentido del humor era en realidad un mecanismo para defenderse de los extraños, en cuya presencia guardaba silencio. Todo lo que llevaba por dentro lo descargaba en sus textos inolvidables. Comprendió que la crónica verdadera no está encerrada entre las cuatro paredes de una sala de redacción, sino que anda por la calle, sudando, como la gente, porque el periodismo es la gente.
 
El cronista del Caribe
Recorrió el Caribe colombiano de cabo a rabo, desde la cabeza marinera de La Guajira hasta las colinas del sur de Córdoba, trabajando en rancherías y ciudades, parando en aldeas y playas, atravesando barrizales, buscando a los seres anónimos. Lo acompañaba siempre el único equipaje que le conocí en la vida: una mochila indígena, la más grande del mundo, en la que cabían seis libros, tres camisas, un bluyín desteñido, dos grabadoras, unos anteojos de repuesto, su máquina de retratar y unos zapatos de lona que se descosían solos. Siempre llevaba la mochila colgada del hombro. Parecía un tercer brazo.
 
En cierta ocasión se sentó en lo alto de las varetas de un corral para ver de cerca cómo es que trabajan los ordeñadores y poder echarles el cuento a los niños de la ciudad que cada mañana reciben una botella de leche pero nunca han visto una gallina viva. Daba la impresión de que estuviera en todas partes al mismo tiempo. Se lo encontraba uno en la plaza de un pueblo, hablando con las fritangueras descalzas y con las vendedoras de pescado, empujando la canoa que atravesaba algún río perdido o en las esquinas donde se cocinan los chismes del vecindario.
A veces, acorralado por la sofocación del mediodía, se envolvía la cabeza en una pañoleta de colorines. En esos momentos, con sus dos metros de estatura y la misma cara de sus antepasados escoceses, parecía un pirata inglés extraviado entre Jamaica y Panamá.
 
La muerte, esa compañera
Una noche lo vi desde lejos tomando fotografías para sus escritos en la rueda de un fandango que se celebraba en las afueras de Sincelejo. Las mujeres pizpiretas, con una caja de velas encendidas en la cabeza, bailaban alrededor de una banda de músicos. Me acerqué a él y, antes de que tuviera tiempo de darme un abrazo, le sacudí las perneras del pantalón de dril que llevaba puesto.
-¿Qué es lo que pasa? -me dijo, sorprendido y agitando las piernas, como si un perro rabioso lo fuera a morder.
-Que te estoy limpiando el polvo de todos los caminos -le dije.
Pasamos la noche entera echando cuentos, esa habladera eterna que le entra a la gente del Caribe, sentados frente a una mesa de fritos que vendía las carimañolas más sabrosas del mundo. Compramos toda la existencia.
 
Me contó que acababa de llegar de unos pueblos guajiros, tierra de misterios y fantasmas, porque estaba escribiendo la historia de un hombre muy viejo al que llamaban 'El Maestro'. Su gracia consistía en que cada tres meses, con la puntualidad de un reloj suizo, 'El Maestro' se subía al cielorraso de su casa con el propósito de medirse el ataúd que había mandado hacer con anticipación para el día de su muerte. "Estoy engordando", decía. "Las tablas me aprietan en la barriga".
Le dije que esa familiaridad risueña con la muerte es lo más natural del mundo porque el Caribe es como Dios lo ha hecho. En San Bernardo del Viento, donde no había funeraria ni carpintero, la señora Tulia mandó comprar un ataúd blanco en Lorica. Lo guardaba debajo de su propia cama. Con el paso de los años se fue muriendo medio pueblo, menos ella, de manera que para cada entierro tenía que prestar su ataúd y a la semana siguiente se lo devolvían, dándole las gracias. A veces dormía en él, "para irme acostumbrando, mijito", según decía.
 
Fue en ese momento cuando Tico McCausland me contó, sin aspavientos, la historia de su cáncer. Me quedé mirándolo. Aquel camarada hacía crónicas para periódicos, revistas, radio o televisión; fue guionista y director de cine, presentador de noticieros, escritor de novelas. Todo lo hizo bien. Y todavía le quedaba tiempo para enfrentarse a trompadas con la muerte.
 
Epílogo sin lágrimas
Hace un mes los propios periodistas colombianos le otorgaron a Tico el Premio Nacional por su vida y por su obra. Entonces le puse un mensaje en el que le mandaba un abrazo. Me contestó diciendo que se sentía abatido y sin ganas de seguir luchando. "No te olvides de mí", fue su despedida.
El lunes pasado me escribió desde Barranquilla otro compadre de aquellas épocas, Heriberto Fiorillo, para decirme que los médicos ya no tenían muchas esperanzas. Tico esperaba su hora meciéndose en una hamaca. Murió el miércoles. 
 
No quise ir a su entierro. Desde hace muchos años me niego a hacerlo con los sepelios de la gente que quiero porque no voy a darle ese gusto a la muerte.
Aunque, pensándolo bien, la verdad es que no estoy seguro de que Tico haya muerto.
Parodiando al general McArthur, que también llevaba el Mc y debía ser un pariente suyo de Escocia, me parece que los periodistas genuinos no mueren nunca: se transforman. Como la tierra.

JUAN GOSSAÍN
Periodista y escritor

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