Como lo he comentado, va a ser duro cuando nos enteremos que
Juan Gossaín, Gabriel García Márquez, Heriberto Fiorillo, Jaime Abello y otros periodistas que apreciamos se
vayan de esta tierra.
Hoy, leyendo esa semblanza de Gossaín sobre su amigo Ernesto
McCausland, volví a llorar, como me pasaba cuando recordaba a Aída Luz Herrera.
Con Aída, durante mucho tiempo, me sucedía que al recordarla,
las lágrimas brotaban sin poderlo evitar. No es que uno sea llorón, sino que
hay seres humanos que te marcan la vida.
Ella fue mi compañera de clases en la
Universidad Autónoma del Caribe. Murió un noviembre, antes de organizar su
rumba de los 50 años. Y también fue mi compañera de tesis y una entrañable amiga.
Una tesis que
revisamos con Juan Gossaín, porque ella era amiga de Juan… Ahí lo admiré más,
porque nos sugería unos cambios breves, pero sustanciales.
Ahora leyendo su semblanza de Ernesto, estoy casi seguro que te
pasará lo mismo que a mí: las lágrimas saldrán de tu cuerpo sin poder evitarlo.
RADAR,luisemilioradaconrado
Juan Gossaín hace una semblanza de su
amigo Ernesto McCausland.
La
única muerte verdadera es el olvido. ¿Quién va a olvidar a Ernesto McCausland?
Por mi
parte, y aunque han pasado casi cuarenta años, todavía recuerdo perfectamente
la mañana aquella. Yo trabajaba como jefe de redacción de El Heraldo, frente a
la nueva catedral de Barranquilla, y escribía mis crónicas en la misma máquina
ruinosa que había usado en su época el redactor Gabriel García Márquez, porque
creía que eso se contagiaba a través de las teclas, pero la vida se encargó de
enseñarme que mis ilusiones eran inútiles.
Fue por ese
entonces cuando comenzaron a llegarme unas crónicas escritas a mano, en hojas
de cuaderno, con esa letra redonda y rotunda que tienen los muchachos. En
una de ellas su autor me decía que era un estudiante de bachillerato y quería
ser periodista. Me llamaron la atención que fuera tan joven, pero, sobre todo,
la calidad de los relatos que me mandaba y su sentido del humor. Le hice
saber que me gustaría conocerlo. En la puerta de mi oficina, que era una jaula
de vidrio, apareció aquella mañana un hombre altísimo y flaco, con la cara
picada por las espinillas de la adolescencia.
-Vengo de
parte de Ernesto McCausland -me dijo-. Las manos le temblaban.
-Siéntese
-le contesté al gigante, mirándolo por secciones-. Usted debe ser el hijo de
Ernesto.
-No,
no -se apresuró a corregirme, agitando las manos-. Yo soy él.
Fue la
primera vez que nos morimos de risa juntos. Poco después yo me fui para Bogotá
y Ernesto entró a la redacción de El Heraldo.
Aunque era
el único barranquillero tímido que he visto hasta ahora, Tico se volvió
rápidamente un periodista auténtico, incansable y andariego. Pronto descubrí
que su sentido del humor era en realidad un mecanismo para defenderse de los
extraños, en cuya presencia guardaba silencio. Todo lo que llevaba por dentro
lo descargaba en sus textos inolvidables. Comprendió que la crónica verdadera
no está encerrada entre las cuatro paredes de una sala de redacción, sino que
anda por la calle, sudando, como la gente, porque el periodismo es la gente.
El
cronista del Caribe
Recorrió el
Caribe colombiano de cabo a rabo, desde la cabeza marinera de La Guajira hasta
las colinas del sur de Córdoba, trabajando en rancherías y ciudades, parando en
aldeas y playas, atravesando barrizales, buscando a los seres anónimos. Lo
acompañaba siempre el único equipaje que le conocí en la vida: una mochila
indígena, la más grande del mundo, en la que cabían seis libros, tres camisas,
un bluyín desteñido, dos grabadoras, unos anteojos de repuesto, su máquina de
retratar y unos zapatos de lona que se descosían solos. Siempre llevaba la
mochila colgada del hombro. Parecía un tercer brazo.
En cierta
ocasión se sentó en lo alto de las varetas de un corral para ver de cerca cómo
es que trabajan los ordeñadores y poder echarles el cuento a los niños de la
ciudad que cada mañana reciben una botella de leche pero nunca han visto una
gallina viva. Daba la impresión de que estuviera en todas partes al mismo
tiempo. Se lo encontraba uno en la plaza de un pueblo, hablando con las
fritangueras descalzas y con las vendedoras de pescado, empujando la canoa que
atravesaba algún río perdido o en las esquinas donde se cocinan los chismes del
vecindario.
A veces,
acorralado por la sofocación del mediodía, se envolvía la cabeza en una
pañoleta de colorines. En esos momentos, con sus dos metros de estatura y la
misma cara de sus antepasados escoceses, parecía un pirata inglés extraviado
entre Jamaica y Panamá.
La
muerte, esa compañera
Una noche lo
vi desde lejos tomando fotografías para sus escritos en la rueda de un fandango
que se celebraba en las afueras de Sincelejo. Las mujeres pizpiretas, con una
caja de velas encendidas en la cabeza, bailaban alrededor de una banda de
músicos. Me acerqué a él y, antes de que tuviera tiempo de darme un abrazo, le
sacudí las perneras del pantalón de dril que llevaba puesto.
-¿Qué es lo
que pasa? -me dijo, sorprendido y agitando las piernas, como si un perro
rabioso lo fuera a morder.
-Que te
estoy limpiando el polvo de todos los caminos -le dije.
Pasamos la
noche entera echando cuentos, esa habladera eterna que le entra a la gente del
Caribe, sentados frente a una mesa de fritos que vendía las carimañolas más
sabrosas del mundo. Compramos toda la existencia.
Me contó que
acababa de llegar de unos pueblos guajiros, tierra de misterios y fantasmas,
porque estaba escribiendo la historia de un hombre muy viejo al que llamaban
'El Maestro'. Su gracia consistía en que cada tres meses, con la puntualidad de
un reloj suizo, 'El Maestro' se subía al cielorraso de su casa con el propósito
de medirse el ataúd que había mandado hacer con anticipación para el día de su
muerte. "Estoy engordando", decía. "Las tablas me aprietan en la
barriga".
Le dije que
esa familiaridad risueña con la muerte es lo más natural del mundo porque el Caribe
es como Dios lo ha hecho. En San Bernardo del Viento, donde no había funeraria
ni carpintero, la señora Tulia mandó comprar un ataúd blanco en Lorica. Lo
guardaba debajo de su propia cama. Con el paso de los años se fue muriendo
medio pueblo, menos ella, de manera que para cada entierro tenía que prestar su
ataúd y a la semana siguiente se lo devolvían, dándole las gracias. A veces
dormía en él, "para irme acostumbrando, mijito", según decía.
Fue en ese
momento cuando Tico McCausland me contó, sin aspavientos, la historia de su
cáncer. Me quedé mirándolo. Aquel camarada hacía crónicas para periódicos,
revistas, radio o televisión; fue guionista y director de cine, presentador de
noticieros, escritor de novelas. Todo lo hizo bien. Y todavía le quedaba
tiempo para enfrentarse a trompadas con la muerte.
Epílogo
sin lágrimas
Hace un mes
los propios periodistas colombianos le otorgaron a Tico el Premio Nacional por
su vida y por su obra. Entonces le puse un mensaje en el que le mandaba un
abrazo. Me contestó diciendo que se sentía abatido y sin ganas de seguir
luchando. "No te olvides de mí", fue su despedida.
El
lunes pasado me escribió desde Barranquilla otro compadre de aquellas épocas,
Heriberto Fiorillo, para decirme que los médicos ya no tenían muchas esperanzas.
Tico esperaba su hora meciéndose en una hamaca. Murió el miércoles.
No
quise ir a su entierro. Desde hace muchos años me niego a hacerlo con los
sepelios de la gente que quiero porque no voy a darle ese gusto a la muerte.
Aunque,
pensándolo bien, la verdad es que no estoy seguro de que Tico haya muerto.
Parodiando
al general McArthur, que también llevaba el Mc y debía ser un pariente suyo de
Escocia, me parece que los periodistas
genuinos no mueren nunca: se transforman. Como la tierra.
JUAN GOSSAÍN
Periodista y escritor
JUAN GOSSAÍN
Periodista y escritor
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