martes, 21 de febrero de 2012

Reflexiones históricas sobre el Carnaval, por Sergio Paolo Solano

El Carnaval nos pone también a reflexionar.
Rafael Muñoz, nos envía este material que produjo hace rato Sergio Paolo Solano, un historiador que vivió un Barranquilla hace varios años y nos enseña a conocer más nuestras fiestas. Sergio Paolo, ahora está vinculado a la Universidad de Cartagena, en el Norte de Colombia.

Luisemilioradac
Pd: Ahora esto ha cambiado y bastante!

Sergio Paolo Solano D.
Historiador
El carnaval es una fiesta de vieja data celebrada en la mayoría de las poblaciones costeñas desde la época colonial. En 1789 el bando del buen gobierno (especie de código de policía) expedido por el gobernador de la provincia de Cartagena, intentaba reglamentar las “carnestolendas” en esa ciudad y en toda la provincia. 
Su numeral 64 rezaba:
 “Que cualquiera persona de qualquiera calidad o condición que sea pueda echar agua, ni tirar huevos u otras cosas por las calle de  esta ciudad y Barrio de Gimani a las personas que  transitaren por ella en tiempo de Carnestolendas, ni tampoco arrojarlos a las ventanas y Balcones pena de  500 azotes a los esclavos que incurriesen en ello y de 50 pesos a las demás personas de otra clase libre y blancas”. (“El deber de vivir ordenadamente para obedecer al Rey”, en Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura No. 20, Bogotá, Universidad Nacional, 1992, p. 125).

Por una protesta protocolizada en la Notaría Primera de Barranquilla y fechada en febrero de 1821, sabemos que en la hacienda de San José de Saco (actual corregimiento del municipio de Juan de Acosta, Atlántico) los negros esclavos se sublevaron ante la negativa del amo para permitirles celebrar esa festividad (Archivo Histórica del Atlántico, Fondo Notarial,Libro de 1822,  tomo único,  Protocolo  No. 52). También conocemos que en 1837 la Cámara de la Provincia de Cartagena (que tenía jurisdicción sobre Barranquilla), se quejaba por la celebración del carnaval, pues consideraba que originaba la indisciplina y el gasto de recursos por parte del sector de los artesanos, acusado de ser el más dado a estas celebraciones (Biblioteca Luis Ángel Arango, El Heraldo Popular,  Cartagena, febrero 26 de 1838).

Para los años de 1840 existen descripciones sobre estas festividades (Gustavo Bell Lemus (ed.), “Diario de un viajero: travesía por la costa y el río Magdalena 1846”,  en Huellas No. 32,  Barranquilla, Universidad del Norte, 1991, pp. 36-45), pero siempre vistas con cierta aversión por parte de los miembros de las elites de la región, quienes estaban buscando un modelo de desarrollo que implicara el control moral y la férrea disciplina sobre y de parte de la población. De ahí las permanentes quejas elevadas ante el Cabildo Municipal de Barranquilla para que se controlaran los llamados cantos de guitarras, los bundes y los fandangos practicados por los sectores populares de la población y muy usuales los fines de semanas (Archivo Concejo Barranquilla, Libro de 1846, varios).

Esta actitud frente a lo popular se mantuvo hasta finales del siglo XIX, pues la elite barranquillera, al igual que la cartagenera y la del interior del país, tuvo sus inclinaciones musicales y festivas hacia lo europeo, considerando a la cultura de los de abajo como algo carente de “buenos modales” y “salvaje”. Basta leer algunos libros de los viajeros extranjeros que recorrieron nuestra región durante el siglo inmediatamente anterior, para percatarse de esas “tradiciones” de nuestra elite, la que buscaba un distanciamiento de lo considerado “no culto” (María Riaño, “Los bogas del rio Magdalena. Relaciones de poder en el texto y en el contexto”, en María Nieto y María Riaño, Esclavos, negros y bogas en la literatura del siglo XIX, Bogotá, Universidad de los Andes, 2011, pp. 139-266).

Pese a esa actitud de menosprecio, el carnaval logró subsistir durante los tres primeros cuartos del siglo XIX debido al peso de la tradición y a la lenta afluencia de corrientes migratorias provenientes del bajo curso del rio Magdalena, las que lo fortalecieron gracias a la diversidad de tradiciones festivas que trasladaban consigo. Ya en 1876 varias danzas del carnaval de Barranquilla elevaron una petición al Concejo Municipal para que les otorgara un auxilio, el que fue negado con mucho desparpajo al considerarse la solicitud como una insolencia (Archivo Concejo Municipal Barranquilla, Libro de 1876peticiones).

La fortaleza de estas danzas estuvo en que prolongaron las estructuras de los Cabildos de negros, lo que se nota en el documento anteriormente citado, pues la organización de las danzas es típicamente militar. Este hecho, unido a la tradición familiar, así como a las colonias organizadas acorde a los pueblos de procedencia, permitió que la tradición no se perdiera a pesar de la resistencia de los sectores dirigentes de la ciudad. Efectivamente, el factor que garantizó la permanencia del carnaval fue el incremento poblacional de la ciudad a finales del siglo XIX. De no haber sido así, es decir, sin el peso de las corrientes migratorias que lo enriquecieron con nuevas danzas y nuevas tradiciones, se hubiese impuesto el interés de la elite local de trasformarlo, amoldándolo a su visión de la cultura de salón. Una vez terminada la guerra civil de 1895, el sector dirigente local intentó suspender las festividades pero la población se opuso y logro su realización.
Más que un rechazo a la festividad en sí la elite barranquillera del último período finisecular buscaba su total diferenciación de la cultura popular de la que se había desprendido pero sin lograr establecer patrones culturales alternos. Por esta razón abrazaba las expresiones musicales de origen europeo (vals, minuet, polka, pasillo, jota aragonesa y otros) que eran los más escuchados en las ortofónicas que comenzaron a ser introducidas.
La elite también rechazaba a una música y una danza autóctona como la cumbia, la que al ser presentada en 1914 por la compañía del cubano Manuel de la Presa en la inauguración del teatro Cisneros, causó indignación al considerarse un baile “vulgar” y no apto para el gusto de la “selecta” concurrencia que se dio cita en esa ocasión (Archivo Histórico del Atlántico, El Nuevo Diario, Barranquilla, junio 14 de 1914). Para estos años la prensa señala con cierto aire despectivo el montaje en los barrios populares de la ciudad de “salones de baile para obreritas” y tiempo después, irremediablemente aceptada esta festividad por ese sector social, esta comenzó a propugnar para que las danzas y celebraciones perdieran todo lo “primitivo” que en ellas había (Archivo Histórico del Atlántico, La Nación, Barranquilla, enero 23 de 1917). 

Al respecto un periódico se refirió en los siguientes términos:
“El carnaval se va nacionalizando, pero el carnaval barranquillero no ha sabido evolucionar. Tiene la misma alegría, los mismos diferentes círculos, lujosos unos, todos animados. Y la batalla de flores... 

Tenemos que transformar “El Garabato”, “La Burra Mocha” y “El Torito”, de su crudo primitivismo en danzas de ciudad. Qué no se puede? Se ha de poder! El tamboril melancólico ha de darle paso a algo que sea unánime y alegre de verdad. Una danza –“La Burra Mocha”- que atraviese la ciudad central, es un bloque del año cuarenta que pasa, una añejísima sensación que rueda. Hay que cambiarle el nombre rudo: “Burra Mocha” y vestirla siglo veintescamente. Ha de haber un carnaval en que esas innovaciones se inicien”. (Archivo Histórico del Atlántico, Diario del Comercio, Barranquilla, enero 20 de 1925).

Por eso, la elite aceptó el carnaval pero actualizándolo, de recreación lúdica, mediante danzas y comparsas que parodiaban lo que estaba al orden del día, dejando a los estratos bajos de la población la conservación de la tradición. Estas últimas expresiones se organizaban en los barrios apartados de la ciudad y para 1925 se informaba la existencia de danzas como El Negro y su perro, El Torito, El Garabato, Blanco y Negro y el Congo Grande las que tenían sus centros de acción en el Callejón La Primavera (barrio Abajo), el callejón El Porvenir, entre las calles Almendra y San Francisco (barrio Rebolo), Calle San Juan entre los callejones Porvenir y Vesubio (barrio San Roque) y en la calle Maturín entre los callejones Vesubio y Bocas de Ceniza (Rebolo) (El documento que hace referencia a estas danzas aparece en el  Archivo Histórico Atlántico, Fondo defunciones,  Libro de defunciones de 1925).

Las modificaciones de las actitudes de la elite barranquillera frente al carnaval estuvo ligada a un relevo generacional en la dirección pública y empresarial de la ciudad, ascendiendo un sector joven que se había formado en el extranjero y que había asumido actitudes más “atrevidas” frente a los patrones éticos de la época. En efecto, el siglo XX no sólo trajo el relevo generacional sino también una nueva mentalidad cultural expresada en una nueva simbología del hombre que necesitaba la centuria que se iniciaba.
Toda la labor propagandística de la prensa de comienzo del siglo en curso gira alrededor de difundir los valores del hombre práctico, del hombre de acción que pone en juego su voluntad, su capacidad de arrojo, que maneja multitudes ya no gracias al dominio de una extensa red de clientela y de servidumbre, sino porque su vida es un ejemplo digno de imitar para el buen éxito. Esta mentalidad estuvo muy ligada a los cambios que comenzó a vivir el país, siendo uno de ellos el surgimiento y la consolidación de la industria fabril, la que implicó niveles de convivencia entre empresarios y obreros no conocida antes. Este simple hecho ocasionó una transformación en muchos de los patrones éticos de la época, pues era una ruptura en el tegumento de una moral muy ligada, debido al proceso de recatolización que implicó el período de la Regeneración, a la subordinación del interés individual (entre ellas las pasiones) al concepto tomista del “bien común”, a las cosmovisiones que tenían sus orígenes en los círculos estrechos (en el hogar, el taller artesanal, la familia campesina y la iglesia). 

Ahora el mal deja de ser lo que acecha a la comunidad de círculos reducidos, externo a ella y se constituye en uno de sus elementos integrantes y con el cual hay que aprender a convivir.
Es el triunfo del individualismo y esto, aunque parezca paradójico, fue esencial para el triunfo definitivo del carnaval, pues ya no se le enfrentaba como expresiones culturales de estamentos que se contraponían sino que de ahora en adelante es la libertad de cada cual para decidir entre lo “bueno” y lo “malo”. Ya los jóvenes dejan de vivir lo lúdico de manera clandestina frente a los censores sociales (familia, escuela e iglesia) y al igual que el personaje de la novela Cosme ya se atreven a aventurarse por los extramuros de la ciudad para ir a los coreográficos y a participar en el carnaval. Sólo así se resquebrajó el muro que intentó construir la elite local frente a esta festividad que actualmente identifica a esta ciudad. Es esta joven generación la que asumió el carnaval como una fiesta propia, aportándole innovaciones hasta tal punto que levantó quejas en periódicos de la época:
“Los bailes, bien animados y concurridos resultaron notables, aunque no como en pasadas épocas en que no se habían puesto de moda ciertos números de baile que resultan reñidos con la cultura y seriedad que debe primar en ciertos centros sociales. Tales piezas de baile, en los que la pareja efectúa movimientos equívocos, se presta además para que lo del respeto que se merece la mujer no se den cuenta, abusen de la inocencia, de la castidad. Nuestros bailes antiguos, la danza, la polka, el valse, la mazurca, la contradanza, el cotillón, etc., etc., fueron siempre compás de diversión en que nuestras damas lucían sus encantos y adornos, sus talles esbeltos y flexibles; pero los números introducidos, bailes de teatro, encaminados a excitar la atención del público por medio de movimientos indecorosos, no está bien en nuestros centros sociales. Los padres de familias debieran protestar contra la costumbre inconveniente que tiende a hacerse ley y no permitir que sus hijas sean bailadas al compás de la “Serafina”. (Archivo Histórico Atlántico, La Nación, Barranquilla, febrero 22 de 1917).

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