La indignación estudiantil
Por Javier Darío Restrepo
La imagen de las marchas estudiantiles del jueves pasado hacía pensar en las
de los ‘indignados’ de África, de España, de Chile, de Estados Unidos; pero se
destacaba un elemento de gran peso significativo: fueron indignados capaces de
mostrar su protesta con flores, besos y abrazos, o con música, o con gestos
histriónicos y con pancartas, pendones y mantas que comunicaban ideas y no
simples lugares comunes.
Como alma de las marchas no estaban solo los reclamos contra la Ley 30; había
la defensa de los derechos ciudadanos a la educación y la denuncia de las
pretensiones empresariales del Gobierno; pero el asunto de fondo era del mayor
calado.
Y así como los ‘indignados’ africanos no solo querían la caída de un
presidente, sino un cambio de régimen y de estructura, nuestros ‘indignados’
tuvieron en mente el necesario cambio de una política.
En efecto, el examen de la Ley 30 dejó, entre otras conclusiones, la
evidencia de que detrás de las bonitas palabras de ampliación de la cobertura de
la educación y de la extensión democrática de la oferta educativa hay un hecho
inquietante: la educación, convertida en mercancía, sujeta a la ley de la oferta
y la demanda y atravesada por la lógica de los comerciantes.
Por eso la algazara festiva de las marchas apenas si logró darle una
apariencia pacífica a una protesta de fondo contra una política y unos políticos
que hacen girar la actividad nacional alrededor de lo económico. Las locomotoras
del presidente Santos, como los huevos de su predecesor, son metáforas con el
mismo propósito: hacer de Colombia una empresa próspera, con abundantes
rendimientos, que se permite subordinar todos los objetivos al de la prosperidad
económica nacional. Como si eso fuera todo.
Es el dinero como motor y obsesión nacional. Por eso la perversión de las
recompensas millonarias, multiplicadas desde el gobierno pasado; por eso los
multimillonarios beneficios tributarios para los inversionistas; por eso la
degradación de las regiones con potencial minero, en donde el dinero a rodo
corrompe autoridades, poblaciones enteras y el entorno ecológico; por eso el
giro de las políticas agrarias en el gobierno Uribe, que privilegiaron la
producción de biocombustibles por sobre la producción de alimentos; por eso
proyectos como el del hotel en el Parque Tayrona; o el puerto de embarque de
carbón que degradó las playas de Santa Marta, porque importó más la producción y
exportación de carbón que la defensa y preservación del medio ambiente.
Presidentes que aparecen más gerentes de una multinacional que defensores del
bien público son capaces de convertir una universidad en una empresa, y de
fomentar la transformación de la actividad educativa en un negocio; que es el
mismo toque transformador con que la Ley 100 hizo de los médicos unos
negociantes de la salud.
Pero la vida de la sociedad no puede estar sometida en todo a la lógica de
los comerciantes. Lo sabemos muy bien los periodistas, porque esa degradación
llegó a los periódicos y noticieros y los convirtió en negocios y transmutó las
noticias en mercancías. La Ministra de Educación, una exitosa ejecutiva de la
Cámara de Comercio, no tiene la culpa de actuar frente a la educación como una
comerciante. Fue la lógica que guió su actividad y la que más se ajusta a sus
celebrados talentos.
Pero es evidente su incapacidad para pensar y actuar con esa distinta lógica
de los educadores. Es, por tanto, una persona en el lugar equivocado, que
contribuiría a resolver en parte el conflicto, dejando su lugar a alguien con
alma y trayectoria de educador. Algo va de una empresa comercial a una escuela o
universidad, que son tan parecidos a los templos en donde oficia el espíritu y
no las registradoras.
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