sábado, 29 de diciembre de 2012

Hablando de Chávez: Malo conocido, por Thierry Ways

Lo que le pase a los vecinos nos afecta a todos. Aunque no parezca, eso es así.
Lo que le está sucediendo a Hugo Chávez ha conseguido la solidaridad de muchos ciudadanos. Ya no lo miro como el mandatario errático con el que no comparto opinión, sino como un ser humano delicado de salud, por el que oro y le pido a Dios que restablezca.
Él mismo le ha pedido al Creador misericordia y salud. Y en eso lo acompaño.
Leamos a Thierry Ways, que tiene un concepto de esa situación venezolana y que vale la pena revisar.

RADAR,luisemilioradaconrado



Pd: ¿quién es Ways?... para que lo conozcan, aquí va su perfil, al final de la columna

Malo conocido
Por Thierry Ways
Uno puede estar en diametral desacuerdo con el estilo, las ideas y los métodos de Hugo Chávez, pero lo que no puede es por eso alegrarse de su enfermedad. Aunque eso es de elemental humanitarismo, no sobra recordarlo, pues hay, entre algunos opinadores y en las redes sociales, en las que es inexistente la autocensura, una expectativa casi entusiasta por la eventual desaparición del mandatario. A esos, los más crueles, habría que explicarles que hay más razones, aparte de la humanitaria, para desear que Chávez se recupere.
A Juan Manuel Santos lo criticaron cuando dijo que Chávez era un factor de estabilidad para la región, pero tenía razón. El error fue pensar que eso era un elogio a su forma de gobierno, cuando era una simple constatación de un hecho. El de Chávez podrá ser el peor de muchos gobiernos malos que ha tenido el país vecino, además de una nefasta influencia para el resto del continente, pero en ninguna parte como en América Latina aplica tanto ese dicho de “mejor malo conocido…”.
 
Al menos Chávez, con su innegable carisma, su ascendencia sobre las masas y su dominio absoluto de la política venezolana, tiene el control de su país y crea a su alrededor un poderoso consenso. Por algo no lo han podido destronar. Venezuela sin él, en cambio, y bajo el mando de sus subalternos, es un lugar mucho más incierto, de desorden sin liderazgo.
Su legado es un Estado disfuncional, obsesionado con el curso del petróleo, del que depende como un diabético de su insulina; unas instituciones a imagen y semejanza del caudillo, que habrá que ver cómo sobreviven sin su soplo divino; una economía precarizada; un sector privado acorralado; una sociedad estropeada por el asistencialismo; una tasa de criminalidad entre las más altas del mundo, con cada vez mayor penetración del narcotráfico. 


Sólo un líder muy fuerte puede evitar que reviente esa mezcla formidable de problemas. Al sucesor que Chávez ha escogido, el vicepresidente Nicolás Maduro, se le ha visto por TV muy lejos de poseer el poder de encantamiento y de control de su jefe. Esto es pura especulación mía, pero pienso que si Chávez —que debe tener la clarividencia del patriarca de García Márquez para detectar entre su gente a los fieles y a los desleales— escogió un reemplazo tan deslucido como Maduro, debe ser porque es el único en quien de verdad confía. Los caudillos dependen de sí mismos y de su círculo cercano y desconfían de los demás, incluyendo las instituciones; eso los hace tan vulnerables a la traición. Se tornan paranoicos y dados a valorar la lealtad de sus colaboradores incluso por encima de su competencia para el cargo. Ese fue uno de los grandes desaciertos, quizá el principal, de la era Uribe.
Por eso no hay nada de qué alegrarse respecto a la situación de al lado, y sí mucho de qué inquietarse. Quise ver a Chávez derrotado, pero en las urnas, no de este modo, que nos puede tener dentro de poco tiempo añorando aquellos años de, por comparación, sensato gobierno en Venezuela. Ayer a un medio de la ciudad le pareció chistoso hacer de su muerte una chanza del Día de los Inocentes. A mí, en cambio, lo que ya se vislumbra de una Venezuela pos-Chávez me da ganas de salir a pedirle a nuestra nueva santa Laura por su recuperación.

Por Thierry Ways
@tways
ca@thierryw.net

Acerca de este sitio y su autor

Fui niño durante la última década de la Guerra Fría y, como de niño me encantaban los cohetes, el espacio, los misiles, los aviones y esas cosas, y también como tenía la imaginación anfetamínica de todo niño, crecí con una fijación malsana con la Tercera Guerra Mundial y con La Bomba Atómica. Pensaba que tarde o temprano la mayoría de todos nosotros, mi familia, mis compañeros de clase, mis vecinos de cuadra —lo que constituía mi mundo entonces—, terminaríamos como dice el himno de Colombia que terminó Antonio Ricaurte, y los sobrevivientes tendríamos que arreglárnoslas para lidiar con el Invierno Nuclear. Sospecho que mi padre, que creció bajo bombardeos aliados y alemanes, me transmitió inconscientemente sus propios témores de niño.
 
Lo más cercano que estuve a la realización de esos miedos fue el día en que en una vendetta entre narcotraficantes volaron un piso de un edificio contiguo a mi casa.
Cuando se acabó la década, en lugar del cimbronazo que esperaba, que era el del preludio fugaz a la atomización de todos, lo que llegó fue el golpe del martillo contra el Muro de Berlín. Ese (para mi) anticlímax me dejó para siempre a la espera de la llegada (o la caída) de la bomba: un vacío  que se manifiesta como una mezcla de terror a, y fascinación con, la destrucción y la violencia. Puedo pasar horas viendo las imágenes del 11 de septiembre, del alud de Armero o del tsunami en Japón. Puedo recitar de memoria apartes enteros de la introducción a la edición de 1974 de la novela de J. G. Ballard, Crash.
Estudié Ingeniería de Sistemas en el Instituto Tecnológico de Georgia, (Atlanta, Estados Unidos) en lugar de Derecho, Periodismo, Comunicación Social o Letras, tal vez las profesiones que por vocación hubiera debido escoger. No me quejo: es útil saber de computación, y de haber estudiado alguna de esas otras carreras habría corrido el riesgo de terminar de abogado, periodista o comunicador social, y dudo que me hubiera agradado alguna de esas existencias. Una cosa es el interés que uno pueda sentir por una disciplina y otra muy distinta su ejercicio.
Tampoco quise estudiar Literatura, la principal de mis aficiones. Se habría arruinado para mi la lectura si hubiera tenido que estudiar bajo los «marcos» de la teoría literaria, la teoría queer, el post­estructuralismo, la crítica marxista, y todas esas otras maneras sofisticadas de desaprender a leer.
 
Años después hice una especialización en Finanzas en la Universidad del Norte en Barranquilla.
En Colombia llamamos ‘Ingeniería de Sistemas’ a una carrera que en realidad tiene más de matemática y de lógica que de ingeniería. Es una cosa a medio camino entre la abstracción y la práctica, tanto así que en muchas universidades aún existe dentro del departamento de Matemática Aplicada. Por eso prefiero denominar esa carrera ‘Informática’ o ‘Computación’, que es como se debería llamar. Mis áreas de concentración en Computación fueron redes y gráficos, pero con el tiempo me he interesado más por las bases de datos, la criptografía y la seguridad informática.
Creo que George Bernard Shaw estaba siendo irónico cuando dijo que lo que indica a una persona verdaderamente educada es su capacidad de conmoverse profundamente con la estadística, pero yo me tomo esa frase al pie de la letra.
Si tengo fe en algo, es en la realidad de la teoría de la evolución.
Me gusta leer, hablar y escribir sobre economía desde que siendo estudiante trabajé de asistente de investigación de una econometrista de cierto prestigio. Creo que para entender el mundo actual hay que saber de computación, economía, estadística y biología; con eso basta.
He vivido en Barranquilla, Altanta, París y durante un verano en Oxford, Inglaterra. Hablo los idiomas de esos lugares. Si hubiera podido escoger mi nacionalidad y lugar de nacimiento me hubiera gustado nacer en Tokyo o Río de Janeiro.
Me ha gustado viajar y he visitado un buen número de lugares (incluyendo varios que jamás pensé que conocería, como Malta e Itapuã), pero pienso también que uno puede ser una persona perfectamente sabia y valiosa sin jamás salir de su pueblo.
Creo que el Caribe europeo no está en las costas del Mediterráneo sino en las de Irlanda. Al lado de mi cama tengo unas piedras que recogí del suelo del campo de concentración de Dachau, para que no se me olvide de lo que somos capaces los seres humanos.
Código abierto fue el título accidental que un diagramador del diario El Heraldo le puso a mi columna cuando apareció en mayo de 2010. Al principio no me gustaba el nombre, pero ya me he acostumbrado a él y lo acepto, aunque con una condición privada e inconsulta: poder salirme, ocasionalmente, del tema de la sección a la que pertenece la columna.
En la frase anterior, donde dice ‘ocasionalmente’, reemplazar por: ‘con frecuencia’.
El Heraldo me pidió que escribiera sobre ‘sistemas’ (otro término equívoco para referirse a la informática, al igual que ‘ingeniería’, más no nos detengamos otra vez en eso), pero yo rápidamente lo reinterpreté como ‘tecnología’, y luego como ‘ciencia y tecnología’. Aún dentro de ese espectro más amplio, mis violaciones a la línea temática son tan flagrantes y repetitivas que Jaime Abello, de la FNPI, un día me dijo que mi tema era, simplemente, ‘la modernidad’. Aunque me considero un tipo bastante chapado a la antigua, me gustó esa descripción, y la prefiero y la uso, sobre todo para justificar mis textos sobre economía, política, cosmología, literatura, música o ciencia ficción. Me digo que en eso consiste lo «abierto» del «código» y que, al fin y al cabo, el nombre lo escogieron ellos, no yo. Cualquier día de estos me cancelan la columna.
Cuando no estoy escribiendo para el diario o para este blog —es decir, la mayor parte del tiempo— trabajo como gerente operativo de Frigorífico La Parisienne, una empresa de carnes y alimentos cárnicos en Barranquilla. En 2010 fui finalista en el concurso de «empresario del año» de la Universidad Simón Bolívar. En ese mismo año la revista MisiónPyme escogió nuestra marca como una de las más «poderosas» del país.
Además de nuestras tareas comerciales y productivas, en nuestra organización trabajamos por mejorar la calidad de la carne y del ganado en Colombia, apoyando iniciativas para una ganadería sostenible y orgánica. Actualmente hacemos parte del proceso de revisión del decreto 1500, que regula la cadena cárnica nacional, y estudiamos el impacto del tratado de libre comercio con EEUU, y de otros tratados con otros países, sobre la cadena alimenticia colombiana.
Leo, escribo y corro. Me gustan esas actividades porque se pueden hacer en cualquier parte, a solas y sin necesidad de máquinas, utensilios o espacios especiales. Para escribir solo se necesita un lápiz y una hoja de papel; para correr, apenas unas zapatillas (y ni siquiera eso); para leer, un poco de silencio y un texto (o saberse algunos de memoria). No me disgustan, sin embargo, los dispositivos de lectura electrónica; no soy un fundamentalista del papel y me parece que tanto los e-books comerciales como los proyectos de digitalización de textos sin ánimo de lucro, como el Gutenberg, son desarrollos positivos. La única actividad que hago que exige alguna parafernalia especializada es tomar fotos, pero, hasta eso, lo hago cada día más de la manera más sencilla posible (con el celular, por ejemplo).
Apoyo con mi tiempo, en calidad de miembro de junta o de consejo directivo, a las siguientes organizaciones:
  • La Fundación Cinemateca del Caribe, que rescata, preserva y exhibe —en dos salas con varias funciones diarias— cine independiente, experimental, documental, y otras producciones audiovisuales ignoradas por el circuito comercial. Entre los proyectos que estamos llevando a cabo está la mudanza de la Cinemateca a su nueva y definitiva casa en el Parque Cultural del Caribe.
  • El Museo de Arte Moderno de Barranquilla (MAMB), el principal museo de artes plásticas de la ciudad, con una colección creciente que incluye obras de Botero, Obregón, Barrios y muchos más de los principales artistas colombianos del siglo pasado y el actual. Al igual que la Cinemateca, el Museo se encuentra en proceso de transición hacia su nueva ubicación en el Parque Cultural del Caribe.
  • La Asociación Colombiana para la Pequeña y Mediana Industria (ACOPI), Seccional Atlántico, que representa los intereses de la micro, pequeña y mediana empresa en el departamento y la región. En Acopi apoyamos la formalización de pequeños empresarios y los capacitamos en temas como gobierno corporativo, uso eficiente de energía, protocolos de familia, planeación tributaria y derecho laboral. Tomamos partido frente a temas que inciden en la competitividad y la productividad de la región. Nuestro principal objetivo es lograr condiciones para la supervivencia y el crecimiento de las empresas, y para la generación de empleo formal.

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