MI TESTIMONIO VOCACIONAL
Por Jaime Alberto Marenco Martínez
En el numeral 7 de su ‘Carta a los Seminaristas’ con fecha 18 de
octubre de 2010, el Santo Padre expresa: “En la actualidad, los
comienzos de la vocación sacerdotal son más variados y diversos que en
el pasado. Con frecuencia, se toma la decisión por el sacerdocio en el
ejercicio de alguna profesión secular”.
Cuando leí la carta en
mención y me encontré con estas palabras, un profundo gozo sentí en mi
corazón. Sencillamente me identifiqué con estas palabras del Santo
Padre, porque este es mi caso. Aunque creo, sin presunción, que el Señor
se fijó en mí desde que yo estaba en el vientre de mi madre; sin
embargo, el ser hoy candidato a las órdenes sagradas -a la mera vista
humana- nunca estuvo incluido en mi proyecto de vida.
Nací en una
familia católica, en aquel momento poco practicante, y estudié en el
Colegio Americano de Barranquilla, institución de la Iglesia
Presbiteriana. Allí, mis cuatro hermanos mayores y yo no sólo estudiamos
y recibimos el grado de bachiller, sino que tuvimos una experiencia
interreligiosa al compartir aulas y amistad con nuestros compañeros
católicos, presbiterianos, pentecostales y testigos de Jehová, entre
otros.

Hice mi Primera Comunión gracias a la preparación que recibí
de la esposa de mi hermano mayor, una antioqueña que antes de casarse
con él había vivido una experiencia de noviciado en España. Fue así como
tomé por vez primera el Cuerpo de Cristo a la edad de 11 años. Después,
seguí participando de la Eucaristía y recibiendo el sacramento de la
reconciliación, hasta que un día, en una parroquia de cuyo nombre no
quiero acordarme, un sacerdote, cuyo rostro no recuerdo –gracias a Dios-
y a quien ya hace rato perdoné, me hizo sentir la persona más
insignificante de este mundo. Él, después de decirme con la hostia en su
mano “el Cuerpo de Cristo”, en vista de que yo abrí mi boca y no
respondí “amén”, dijo en voz alta –o más bien me gritó-: “Se dice
‘amén’”. Fue tan vergonzoso para mí ese momento que no regresé a ese
templo parroquial y fue así como en mi adolescencia se fue diluyendo mi
cercanía a la Iglesia.
Mi rencuentro con el Señor fue 17 años
después cuando llegué al grupo de oración ‘Shalom’ de la Parroquia
Nuestra Señora de las Gracias de Torcoroma. Para ese entonces ya tenía
el título de Comunicador Social – Periodista otorgado por la Universidad
Autónoma del Caribe y había ingresado a la Universidad del Norte a
estudiar Producción de Televisión y Medios Audiovisuales. En la Norte,
antes de finalizar mis estudios, me contrataron para laborar en el
Centro de Recursos Audiovisuales y como la Torcoroma me quedaba en la
vía, tomé el hábito de llegar a Misa de 7:00 de la mañana casi todos los
días.

Fue así como, poco a poco, me fui encontrando con el Señor a
través de mi profesión, porque en la Torcoroma, junto con el párroco,
padre Javier Medina y otros laicos, fundamos el periódico tabloide
‘Buenas Nuevas de Torcoroma’ alcanzando a publicar unas cinco ediciones
de carácter mensual. Esta labor ‘profesional-pastoral’ me llenaba de un
gozo indescriptible e hizo más fecunda mi participación en el grupo de
oración, hasta el punto que llegué a formar parte del equipo coordinador
y, más adelante, el párroco propuso mi nombre al Arzobispo Félix María
Torres para que hiciera parte del Consejo Arquidiocesano de la
Renovación Carismática que se iba a conformar. Llegué así a este
organismo arquidiocesano del que fui presidente en un período de tres
años. Como dato curioso les comparto que mientras en el Seminario soy el
mayor entre todos mis compañeros seminaristas, allá era el menor entre
los señores y las señoras que conformaban el Consejo Arquidiocesano de
la Renovación.

Estuve, pues, en la presidencia del Consejo hasta el
año 2000, ‘Año del Jubileo Universal’. Y ese mismo año comencé a
trabajar en nuestra Arquidiócesis como Delegado de Comunicaciones y
Relaciones Públicas. El hoy Cardenal Rubén Salazar Gómez estaba recién
llegado a Barranquilla y había fundado el periódico Kairós junto con
varios sacerdotes, pero luego consideró que un laico profesional en
comunicaciones debía ser quien manejara el proceso del periódico. Fue
entonces cuando me llamaron a mí. Pero, sinceramente, la propuesta del
Arzobispo no me motivaba a dejar mi puesto en Uninorte y venirme a la
Arquidiócesis a ‘camellar’ por un periódico que si bien era una gran
idea comunicacional del nuevo Pastor de los atlanticenses, yo no le veía
un futuro promisorio por estar desligado de un proceso de comunicación
organizacional, es decir, era una pieza de comunicaciones desprovista de
un plan de gestión que la incluyera.

Por eso, me animé a
proponerle al señor Arzobispo el montaje de una oficina de
comunicaciones y relaciones públicas que estableciera las políticas
comunicacionales de la Arquidiócesis y propusiera las estrategias a
seguir en este campo, convirtiéndose así los componentes de la
comunicación y de las relaciones personales e institucionales en eje
transversal de la pastoral arquidiocesana.
Como se pueden dar
cuenta, llegué a la Curia no atraído, para nada, por la figura
sacerdotal, sino más bien motivado por un reto profesional. En ese
momento estaba convencido, como lo sigo ahora, de que la Iglesia no está
siendo lo suficientemente amable, recursiva y creativa para entregar su
mensaje evangelizador. Bien se anota en el documento final de la ‘V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe’ que
tuvo lugar en 2007 en Aparecida, Brasil: “Es necesario comunicar los
valores evangélicos de manera positiva y propositiva. Son muchos los que
se dicen descontentos, no tanto con el contenido de la doctrina de la
Iglesia, sino con la forma como ésta es presentada. Para eso, en la
elaboración de nuestros planes pastorales queremos favorecer la
formación de un laicado capaz de actuar como verdadero sujeto eclesial y
competente interlocutor entre la Iglesia y la sociedad, y la sociedad y
la Iglesia…”

Estuve al frente de la Delegación durante ocho años,
tiempo suficiente para que se desarrollara, en equipo, una gestión de
marcada influencia y reconocimiento no sólo local, regional y nacional,
sino también internacional. En 2005 participamos en el Congreso
Internacional de Oficinas de Comunicación de la Iglesia, organizado por
la Universidad de la Santa Cruz, en Roma; allí, entre más de cien
propuestas de ponencias de procesos de comunicación eclesial, fuimos
seleccionados junto con otros 19 países, de diferentes lenguas, para
presentar la experiencia de comunicaciones en la Arquidiócesis de
Barranquilla.
Ya para esta época oía llegar a mi corazón, aun
salpicada por los ruidos del mundo, la voz de Cristo que me llamada al
sacerdocio. Y comencé a considerar esta posibilidad. La decisión no era
fácil, pues me estaba yendo muy bien en mi trabajo; además, recibía
propuestas interesantes de trabajo como la de Piedad de Caiaffa para que
asumiera la oficina de protocolo en la administración de su esposo el
Alcalde de Barranquilla Humberto Caiaffa; o la de Elizabeth de Rodado
para que liderara la Oficina de Comunicaciones o Gestión Social en la
Gobernación del Atlántico durante la administración de su esposo Carlos
Rodado.

Sabía que para dar cualquier paso vocacional tenía que orar,
pero inicialmente no creí que tenía que orar tanto. Fueron casi cinco
años de discernimiento, en los que incluí unos retiros espirituales de
silencio de una semana completa en el Foyer de Charité, una casa de
retiros en el Valle del Neusa cerca a Zipaquirá. Allá viajé, durante 5
años; salía de mi casa el 25 de diciembre para comenzar mi retiro anual
de silencio hasta el 1º de enero. Pero nada, no me atrevía a dar el
paso. Quizás era temor a lo nuevo o a desacomodarme.

Un
acontecimiento que sirvió para subir un escalón en mi decisión, ocurrió
en 2006, una semana después de la ‘Catedratón’ de ese año. Presenté un
cuadro de salud muy particular: el potasio se me bajó a un nivel
incompatible con la vida; sin embargo, el corazón, que es el primer
órgano afectado en estos casos antes de presentarse la muerte, no se
afectó en lo más mínimo. Una vez nivelado el potasio en mi organismo,
recuerdo que el internista, al entrar en la habitación de la clínica y
verme con la camándula en la mano, me dijo: “Veo que usted es un hombre
religioso. Piense qué quiere Dios de Usted, porque acabamos de tener una
junta médica y no encontramos una explicación clara a su caso.”

Nuevamente pensé en el sacerdocio, pero otro acontecimiento
‘profesional-pastoral’ me desconcentró. Esta vez era la celebración del
centenario de la Conferencia Episcopal de Colombia, programado para el
año 2008. Para este acontecimiento le pidieron al Arzobispo nuestra
asesoría y acompañamiento en comunicaciones, así que durante todo el año
2007 estuve viajando continuamente a Bogotá. Pero en diciembre de ese
año, finalizados todos mis compromisos tanto en Barranquilla como en la
capital del país, el Espíritu Santo hizo su parte y me empujó hasta el
despacho arzobispal.

Monseñor Rubén se sorprendió gratamente con mi
solicitud de querer tener una experiencia vocacional para definir si
realmente lo que yo estaba sintiendo era un llamado Divino para ser
sacerdote. Como era diciembre, me dijo que me fuera para el retiro del
Foyer de Charité con la única intención de escuchar al Señor sobre mi
vocación y que a mi regreso me pusiera en contacto con el padre José
Tobías De la Cruz, para que me acompañara espiritualmente en el
descernimiento.
Ese año organicé todos mis asuntos económicos
pendientes y hablé con mis hermanos y mis padres, quienes manifestaron
su felicidad por mi decisión. Fue un año muy congestionado por el
centenario de la Conferencia Episcopal y por la elección, en el mes de
agosto, de monseñor Rubén como presidente del episcopado colombiano. Me
comenzó a inquietar el silencio del Arzobispo y en septiembre, lo abordé
pues no me había definido nada. Él, muy paternalmente, me dejó saber
que le inquietaba mucho lo que podía pasar con mis padres ya ancianos,
teniendo en cuenta que gracias a mi trabajo ellos, en la parte
económica, dependían en gran medida de mí. A lo que le respondí: “Mis
hermanos me apoyarán haciendo los esfuerzos que sean necesarios para
velar por mis padres, pero si este llamado que siento no es de Dios,
tenga la seguridad, Excelencia, que el mismo Señor me regresará a mi
vida laboral para atender a mis padres.” Creo que estas palabras lo
terminaron de convencer, porque de inmediato me dijo: “Entras al
seminario en noviembre.”

A partir de allí, el Señor comenzó a
hablarme de mil maneras… Una muy importante para mí, porque estaba
relacionada con mis padres, sucedió pocos días después de saberse que yo
ingresaría al seminario. Una gran amiga, un día llegó a la Curia y en
la oficina de administración preguntó si era verdad que yo ingresaría al
seminario, y cuando le dijeron que sí, ella dijo que se encargaría de
gestionar, durante el tiempo de mi formación, el pago de la EPS a la que
yo estuviera afiliado. ¡Y cumplió su promesa! Por eso ni a mí ni a mis
padres nos faltó nada en el campo de la salud mientras estuve en el
seminario. De hecho, mi viejo, en sus últimos días de vida terrenal tuvo
todas las atenciones médicas que le permitieron una muerte digna; así
mismo, mi madre ha sido muy bien atendida médicamente en su maravilloso
proceso del cáncer.
A groso modo estas líneas encierran algunos
aspectos de mi testimonio vocacional. El resto, que son muchísimos
detalles que reflejan el amor de Dios, seguirán guardados en mi corazón.
Quiero terminar retomando las palabras de Benedicto XVI en la
última parte del numeral 7 de su ‘Carta a los Seminaristas’ del mundo.
Dice el Papa:
“Puede que sea difícil reconocer los elementos comunes
del futuro enviado y de su itinerario espiritual. Precisamente, por
eso, el seminario es importante como comunidad en camino por encima de
las diversas formas de espiritualidad… El seminario es el periodo en el
que uno aprende con los otros y de los otros. En la convivencia, quizás a
veces difícil, debéis asimilar la generosidad y la tolerancia, no
simplemente soportándoos mutuamente, sino enriqueciéndoos unos a otros,
de modo que cada uno pueda aportar sus cualidades particulares al
conjunto, mientras todos servís a la misma Iglesia, al mismo Señor. Ser
escuela de tolerancia, más aún, de aceptarse y comprenderse en la unidad
del Cuerpo de Cristo, es otro elemento importante de los años de
seminario.”

Sea esta la oportunidad para agradecer a Dios por su
bondad infinita para conmigo; al Arzobispo Rubén Salazar, por abrirme
las puertas a esta maravillosa experiencia con Dios; al Arzobispo Jairo
Jaramillo, por su afecto manifestado en todo momento que me llena de
gozo y seguridad; a monseñor Tamayito y a monseñor Luis Nova, por su
cercanía y cariño; a los padres formadores, por su acompañamiento; a los
padres que me han acompañado en la dirección espiritual; a la querida
psicóloga del seminario que me ayuda a darle orden a mis pensamientos y
sentimientos; al personal administrativo y de servicios generales del
seminario, por su gentileza; al personal de la curia arquidiocesana,
siempre amigos; a mi familia, que me acompaña con alegría en esta
hermosa aventura; a mis benefactores, por su generoso apoyo; a mis
compañeros de colegio y universidad, porque permanecen; a mis colegas
comunicadores y periodistas, por tantas manifestaciones de afecto; a
tantos y tantos que, aun sin conocerme personalmente, oran por mí; y a
todos mis queridos hermanos seminaristas por la acogida que me han
brindado, la cual me hace sentir muy joven a mis 43 años de edad y que
me hace reconocer que Dios llama cuando le da la gana. ¡Reciban todos mi
bendición!