Cómo aprende el ser humano. Y esta columna
del profe, nos enseña que todos aprendemos con los años. El sabio logra
aprender con los años.
Y como dicen los que saben, entre más
aprendemos más nos conocemos y nos volvemos más humildes. Los sabios no son
prepotentes… conocen sus falencias y nunca dejan de aprender de los demás.
Qué bueno es escuchar y aprender de los que
saben…
Bien por los 50 años de Uninorte.
RADAR,luisemilioradaconrado
@radareconomico1
Martes 15 de Marzo de 2016 - 12:05am
El profesor que
no sabía ladrar
Por: Alberto Martínez
Gianni Rodari era uno de los escritores más originales. El mundo reconoció sus aportes a la renovación de la literatura infantil, cuando le entregó en 1970 el premio Hans Christian Andersen, que es algo así como el nobel de literatura infantil.
En su obra, tan extensa como creativa, se
destacan títulos como El libro de los meses, Jazmino en el país de los
mentirosos, Las canciones del caballo que habla y, por supuesto, la siempre
notable Gramática de la fantasía.
Hay quienes juzgan que su mejor cuento es
el del Pinocho que decía mentiras porque cada vez que le crecía la nariz le
cortaba el pedazo con el que luego nutriría su frondosa fábrica de muebles.
El que a mí me gusta es El Perro que no
sabía ladrar. “No ladraba, no maullaba, no mugía, no relinchaba, no sabía decir
nada”. Hasta que un día no soportó las críticas y decidió ir a buscar a un
maestro. Primero se encontró con un gallo, y este le enseñó lo que supo. Al perro,
finalmente “le salió de la boca un desmañanado “keké” que hizo salir
huyendo aterrorizadas a las gallinas”. Todos se burlaban. De inmediato supo que
no funcionaría.
Después se encontró con el cuco, y le pasó
lo mismo.
Hasta que un día halló un animal que tenía
orejas y pelamenta como él y, oh, sorpresa, ladraba. Esto sí le era familiar.
“Guau, guau —dijo en seguida nuestro
perrito. Y, conmovido y feliz, pensaba para sus adentros: “Al fin encontré el
maestro adecuado””.
No sé cuántos maestros he tenido en mi vida
ni en cuántos escenarios me han perfilado. Debo confesar que aún de los que me
han enseñado a ladrar con sonidos que no son los míos, he aprendido algo
notable.
Pero en la búsqueda de las mejores formas
de compartir conocimiento, creo haber encontrado, desde hace algún tiempo, al
adecuado. Tiene nombre de universidad y hoy cumple 50 años.
Al recordar su nombre no me refiero solo a
la Institución sino a lo que ella comporta.
La evocación me remite a otros profesores,
a funcionarios y por sobre todo a los estudiantes de la Universidad del Norte.
Con ellos he aprendido que la
clase es un lugar en el que habitan seres de carne y hueso, que no solo buscan
un conocimiento necesario para la vida sino avivar ilusiones sin oficio. He
aprendido que el mejor profesor es el que se integra, con lo que sabe y lo que
no, a otros constructores para elevar entre todos barriletes de sueños. He
aprendido que los referentes de los autores que validan la clase, son más
ascendentes si escuchamos, entre todos, los latidos de sus corazones ansiosos,
estén en esta o en otra vida. He aprendido a no llevar nada para encontrarlo
todo. He aprendido que la risa es el mejor tributo al conocimiento. He
aprendido que la palabra no es la esencia sino la savia pero que nadie tiene la
última sobre nada. He aprendido que el mejor examen es el que ayuda a encontrar
objetos perdidos. He aprendido, en fin, a evaluar sin calificar.
Mis maestros son todos los
que hoy, al amparo de un techo cincuentenario, celebran conmigo el placer de
enseñar.
@AlbertoMtinezM
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