Los
80 años de EL HERALDO.
Ricardo
Rocha ha sido testigo… y por eso lo invitamos a la cabina del RADAR este
lunes 28. Igual estuvimos con Raimundo Alvarado, quien conoce parte de esa historia
y porque el Club Rotario de Barranquilla le entregó una condecoración como uno
de los buenos periodistas de la ciudad.
Es
bueno que lean esto, porque la periodista Alba Pérez del Río relata cómo
trabajaban en ese diario, cuando tenían ese tremendo equipo de redactores que
vivían felices haciendo periodismo con placer.
Me
gusta también, porque Alba resalta el papel de Rocha, a quienes algunos
periodistas no conocen en Barranquilla, pero porque no leen ni conocen qué ha
ocurrido en la ciudad que los vio nacer.
Me
complace leer este párrafo: … “estaba
Ricardo Rocha, un hombre cultísimo y gran persona que atajaba en primera
instancia los remezones que se producían en el despacho de Olguita.
Cuando sabía que allá dentro la olla estaba a punto de explotar, salía y se
ponía a darle pataditas al poyete que separaba la redacción del pasillo de
entrada a la misma, y decía: “más les vale que se apuren y entreguen ya, que
allá la señora está que arde”. Y todos agradecíamos que fuese él quien nos lo
dijera, y tecleábamos aquellas Remington con verdadero ímpetu porque nadie
quería terminar incinerado”...
Les recomiendo esta crónica…
RADAR,

Un puñado de pelaos
Sábado,
Octubre 26, 2013
Rodeados de escritorios, grabadoras y el televisor de la época,
en la redacción de EL HERALDO, el director Juan B. Fernández R. y don Manuel De
la Rosa, entre periodistas, fotógrafos, empleados de la rotativa y de otras
secciones viendo un partido del Junior. El pequeño Aníbal también lo disfrutó.
La
verdad es que aquella era una redacción que parecía interpretar un guion de
teleserie. Teníamos una jefa de redacción que fumaba sin parar, pegaba unos
gritos que hacían saltar las sillas y, habitualmente, reducía las cuartillas
que sometían a su aprobación sus redactores en papeles llenos de tachaduras y
correcciones que, en muchos casos, había que volver a rehacer. Aquel torbellino
indomable, que tenía la labor de enseñar periodismo a una redacción compuesta
mayoritariamente por inexpertos pelaos veinteañeros, se llamaba Olga Emiliani
Heilbron. Tenía la piel tan blanca como una campesina suiza de los Alpes, el
cabello castaño claro, labios protuberantes y siempre rojos –aun sin pintar–,
un caminar cansado y una voz entre ronca y aguda, muy temida cuando se hacía
notar. Detrás de toda esa iracundia se escondía un alma generosa y de gran
ternura, que podía echarse a llorar contigo si te pasaba algo gordo. He de
confesar que conmigo siempre fue tolerante y comprensiva. Quizás yo despertara
en ella su instinto maternal –no tuvo hijos– y por eso me protegía de sus
gritos.
No lo sé. Cuando me gané el premio Simón Bolívar me preguntó si había
pensado en qué vestido me pondría para ir a recogerlo, y como yo le respondí
que no, me hizo una cita con una diseñadora amiga suya para que me elaborara el
traje que debía lucir en la gala de noche. Ella me ayudó a escoger la tela –de
un azul precioso– y hasta me asistió cuando tuve que ir a las pruebas de rigor,
y yo pagué cuando ambas estuvimos de acuerdo en que el vestido había quedado
bien. A pesar de sus gritos, siempre la he recordado con gran cariño no solo
porque me enseñó las bases fundamentales del periodismo, sino por el interés
que mostró hacia mí después que hube dejado EL HERALDO y Barranquilla. En las
pocas veces que visité la ciudad mientras ella estuvo viva, siempre nos veíamos
y nos poníamos al día de nuestras vidas como un par de viejas amigas.
Tras
ella, y en orden jerárquico, estaba Ricardo Rocha, un hombre cultísimo y gran
persona que atajaba en primera instancia los remezones que se producían en el
despacho de Olguita. Cuando sabía que allá dentro la olla estaba a punto de
explotar, salía y se ponía a darle pataditas al poyete que separaba la
redacción del pasillo de entrada a la misma, y decía: “más les vale que se
apuren y entreguen ya, que allá la señora está que arde”. Y todos agradecíamos
que fuese él quien nos lo dijera, y tecleábamos aquellas Remington con
verdadero ímpetu porque nadie quería terminar incinerado. Por entonces,
debíamos hacer tres noticias diarias, así que había que preguntar mucho y
moverse mucho por los sitios donde estuviesen las fuentes para poder
conseguirlas. Tuvimos que aprender a desarrollar el ojo periodístico hasta en
la Prefectura de Precios, Pesas y Medidas y sacarle noticias al personero
municipal, porque de ello dependía nuestro puesto.
Había días en que no pasaba
gran cosa, pero al día siguiente los lectores de EL HERALDO hablaban de cómo se
habían alterado los precios de la carne en ciertos puestos del mercado, como si
se tratase de la caída de las Torres Gemelas. Haciendo pasillos y rebuscando
información hasta debajo de las piedras aprendimos a hacer periodismo.
Aprendimos mucho. Muchísimo.
Con
Ricardo Rocha, las guardias eran deliciosas. Podías hablar con él de
literatura, de historia o de política, de manera distendida y hasta el cierre,
mientras revisábamos teletipos y nos atragantábamos a comida china. Las
guardias por lo general eran agradables también porque la redacción de noche se
transformaba en un remanso de paz, solo sobresaltada por las muertes de los NN
de la carretera Circunvalar.
En
una ocasión nos tocó a Guillermo Salcedo Castañeda –Guillotín– y a mí hacer una
guardia especial. Fue el día en que atentaron contra la entonces primera
ministra hindú, Indira Gandhi. Le habían disparado ocho balazos y se debatía
entre la vida y la muerte. Debían ser más de las once de la noche cuando nos
enteramos del magnicidio. Si mal no recuerdo las guardias terminaban sobre la
medianoche, así que la noticia había saltado cuando ya casi vislumbrábamos el
final de la jornada. Sin embargo, debimos entusiasmarnos con tamaña noticia
–como si las estuviésemos cubriendo en primera fila– porque nos dio un arrebato
de responsabilidad periodística y decidimos quedarnos hasta cuando se produjera
el deceso. Cuando ya era más de la una de la madrugada y el sueño nos vencía,
nuestro parecer era otro muy distinto. Había sido un día movido en la redacción
y estábamos cansados. Así que a esta altura de la noche habíamos pasado a
desear con todas nuestras fuerzas que la primera ministra se muriera rapidito para
poder largarnos a casa. Como pensábamos que de esa balacera no podía salvarse
nadie, decidimos que debíamos arriesgarnos y hacer la noticia de su muerte.
Teníamos claro que la señora a la mañana siguiente ya estaría más que muerta.
Sin embargo, a última hora nos faltó valor para hacerlo, y nos marchamos a casa
dando solo la noticia del atentado.
A
la mañana siguiente –hora colombiana–, Indira Gandhi ya había fallecido. Pero,
a la hora en que Guillotín y yo queríamos matarla, ninguna agencia nos había
informado de su deceso.
El
que sabía informar como nadie de los muertos ajenos era Manuel Pérez, que hacía
dúo con José Cervantes Angulo para contárselo a los lectores. Mañe llegaba a la
redacción con sus informaciones de occisos –como se refería él hacia ellos– y
se sentaba frente a Cervantes a narrarle los asesinatos. La forma como se
hacían aquellas noticias era bastante singular. “¿Nombre”, preguntaba
Cervantes, mientras masticaba su chicle como siempre, y luego “¿edad?” y luego
más datos personales, hasta que Mañe le terminaba de recrear al muerto, la
forma del deceso, lo que decían los vecinos y la policía y la parentela, con
aquel hablado entrecortado suyo en el que parecía que todas las palabras
llevaban zetas. Todo esto mientras Cervantes tecleaba la noticia, le daba
forma y, seguramente, más que todo eso porque seguía escribiendo durante
muchísimo más tiempo del empleado por Mañe Pérez para contarle lo ocurrido. Y
lo escribía sin detenerse. Como una bala.
Ese
dúo que funcionaba perfectamente ejercía puro periodismo norteamericano, en lo
referente a la complementación de reportero y redactor. En lo demás y, según mi
punto de vista, tejía, sin proponérselo, las anécdotas más literarias de
aquella redacción.
Los
más jóvenes de la redacción, a pesar de su poca veteranía, estaban al frente de
distintas secciones. En economía y gremios estaba Jorge Medina, que contaba
todo lo que decían los ‘nísperos’, como habíamos bautizado a los entonces
jóvenes dirigentes gremiales porque decíamos que los maduraban a punta de
periódico; la verdad es que se prodigaban mucho con la prensa. En salud estaba
José Granados, que se volvió un experto en gastroenteritis, la enfermedad
flagelo de muchos niños de la ciudad. Por bromear le preguntábamos cualquier
cosa sobre la gastro a ver si lo corchábamos, pero no había manera: se lo sabía
todo; Mauricio Vargas se encargaba de la última página del periódico y formó
parte del equipo de investigación hasta su partida a Bogotá a trabajar en la
recién fundada revista Semana, no sin antes –y confabulado con Roberto Pombo–
haberle hecho mil maldades a Olguita, quizás como respuesta a sus desaforados
gritos. Mauricio fue el creador de la papela, que no era otra cosa que una
reunión de la redacción para soltar a primera hora de la mañana aquellos temas
sobre los que se pensaba trabajar a lo largo del día. Era la novedad que
Mauricio había traído de su paso por el diario español El País, en el que había
hecho prácticas. Pero estábamos en Barranquilla y aquel invento español duró lo
que dura un dulce en la boca de un niño: ¡Ná!; Marco Schwartz, también del
equipo de investigación, se encargaba de la Administración local y de escribir
cuentos que Juan B. Fernández estimaba tan buenos que les abría hueco enseguida
en su muy apreciado suplemento dominical; Humberto Mendieta, que ya entonces
tenía un pico de oro y enredaba a Olguita contándole exhaustivos reportes
judiciales y tecnicismos de abogado recién graduado a los que ella respondía
con el rostro cansino, se encargaba, cómo no, de las noticias de los juzgados;
Ernesto McCausland, grandote, devorador de literatura y prensa norteamericana,
empezaba sus pinitos en la crónica además de ser redactor de judiciales. He de
decir que fue cronista desde siempre y que cuando alguien en la redacción
contaba algo que le había pasado en el transcurso de una noticia, él exclamaba:
¡qué maravilla! Y ese qué maravilla significaba que él estaba viendo la
historia dentro de la historia, pues tenía ese don especial, esa mirada
especial. Por eso con el paso de los años llegó a ser un cronista de los
grandes; en fotografía, empezaban Vivian Saad –a la que creo recordar le tocaba
sacar fotos de occisos, como decía Mañe Pérez– y Claudia Cuello, que parecía
tener ganas de aprenderlo todo y posiblemente por ello parecía estar siempre
estresada; en sociales creo que la más joven era Loor Naisir, que junto con
Patricia Escobar y Zoraida Noriega hacían las páginas más leídas de todo el
periódico: las sociales, un invento de gran éxito de Olguita Emiliani.
Entonces, mucha gente se mataba por salir en estas. No sé cómo será ahora; en
deportes, el más joven era Estewil Quesada, alto, flaco y con una sonrisa de
hombre entrañable y bondadoso.

En
cuanto a la redacción, en general estábamos todos uniformados con los
artilugios de Castiblanco, el comerciante del interior del país que nos vendía
a plazos, y el parque de motocicletas Kawasaki que EL HERALDO le había dado a
casi todos sus redactores para sus desplazamientos. Sin embargo, aquellas motos
que habían recibido los jóvenes redactores con jolgorio terminaron siendo un
continuo dolor de cabeza. Marco Schwartz y Ernesto McCausland terminaron un día
debajo de un autobús, que por fortuna estaba estacionado; Medina se reventó
contra un poste de energía eléctrica, quedando varios días en coma, y hasta
Sonia, la cariñosa secretaria de redacción, se accidentó gravemente teniendo
que ausentarse por un buen tiempo del trabajo.
En la Sala de Tertulias, con Álvaro Gómez Hurtado, el director
JBFR, Juan Gossaín, Ricardo Rocha y al fondo, Olguita Emiliani, entre otros.
La
redacción contaba, además, con un redactor de excepción que, en realidad, era
chofer: Pedro Acosta. Pedro conducía una pequeña camioneta en la que se
transportaba a todos aquellos redactores que no sabían o no querían conducir
moto. Y era el encargado de llevarnos a Dandi Maestre y a mí por todos los
pueblos del Atlántico para hacer crónicas que se publicaban durante el fin de
semana. Yo las escribía y Dandi hacía las fotos. Y Pedro Acosta, nada más
llegar al pueblo que tocaba, se perdía para luego llegar diciéndome: “Allá en
esa otra tienda me han dicho que aquí vive uno que tiene la primera radio rural
de todo el Atlántico”. Y yo salía disparada en busca del personaje en cuestión.
Esos
viajes a los pueblos del Atlántico me enseñaron mucho sobre el Departamento, y
sobre el delicado manejo que exigen algunas noticias. Una vez publiqué que en
uno de esos pueblos la maestra era analfabeta y que nadie de los lugareños se
había dado cuenta. A las seis de la mañana del día en que salía publicada mi
crónica, sonó el teléfono en mi casa. Del otro lado del auricular una joven
angustiada me decía que la gente del pueblo la había amenazado con que le iban
a apedrear la casa por haberme suministrado la información de la maestra. La
joven me había enseñado su pueblo, todos nos habían visto juntas, y de ahí que
creyeran que era ella la que me había proporcionado la información.

Yo, tan
angustiada como la amenazada, cuando dieron las ocho de la mañana llamé al
alcalde y no recuerdo a qué otra autoridad del pueblo a darles mi palabra de
que no era esa persona la que me había dado la información. En verdad, no había
sido ella. Asimismo, les pedí que me entendieran por no poder revelarles cuál
había sido mi fuente. Pero, pasados dos días del susto, a la redacción del
periódico se presentó un bus lleno de gente de ese pueblo a pedir que se
hiciera una rectificación. No recuerdo qué hizo Olguita Emiliani, pero lo cierto
fue que lo solucionó. En lo que a mí respecta, aprendí que la noticia es tan
importante como el manejo que hagas de la misma.
Por
último, decir que fuimos una redacción privilegiada por haber tenido a Germán
Vargas, sentado muy cerca a nosotros, para poder preguntarle sobre todos los
escritores que leíamos y que queríamos emular; por haber tenido a una Olguita
que nos permitía emularlos o intentar hacerlo, a pesar de sus gritos, y por
haber tenido un director que desde que pisaba la redacción nos daba clases de
periodismo a base de tías, de mi amigo tal, o de “la gente en las esquinas”.
Todos tenían la particularidad de enterarse de las noticias antes que nosotros.
“Oye”, decía Juan B., “ya hasta mi tía X sabe que…...”,
y así con su amigo no sé quién o con los de las esquinas. Era el hombre más
informado del mundo. Y no solo en noticias locales sino nacionales, además de
otros muchos registros. Estaba puesto en economía, filosofía, literatura y mil
cosas más. Yo siempre pensé que en su casa no debía hacer otra cosa que leer y
leer. Los redactores le teníamos enorme respeto, y cuando Olguita decía que el
director te quería ver, te echabas a temblar.
Sabías que tenías que ir bien
preparado para la defensa porque te enfrentabas a un hombre de extraordinaria inteligencia
y no podías salir con cualquier excusa. Sin embargo, sabía escuchar y si
ganabas el round, reculaba. Entonces, salía de su despacho directo para el de
Olguita, y le decía: “Oye, Olgui, fulano tiene razón. Es que creo que estamos
enfocando mal la noticia”, o aclaraba lo que fuera, y uno salía de esos
despachos más hercúleo que nunca.
Juan
B., además, tenía un gran sentido del humor y le sacaba apunte a todo. En una
ocasión, EL HERALDO contrató a un par de extranjeros para que reorganizaran el
periódico. Y aquellos dos hombres se pusieron manos a la obra. Elaboraron un
minucioso plan de todo lo que se debía hacer en cada momento del día para que
el periódico marchara con la precisión de un reloj suizo. Entonces, Juan B.
examinó con detenimiento todo aquel cuadriculado plan, y dijo: “Bueno, si aquí
a la una se hace tal cosa, y a la una y media tal otra y a las dos esa otra más
y así todo el día sin parar, entonces me pueden explicar ¿aquí a qué hora se
trabaja?”. Y la anécdota se hizo famosa y entró como una perla en el
anecdotario del periódico.
Y
esto fue lo que nos tocó vivir a ese puñado de pelaos que éramos. Tan jóvenes,
que todavía nos asustábamos como niños pequeños. Un día nos fuimos varios a la
casa de Marco y mía a cenar y terminamos echando cuentos de miedo. Cuando tocó
marcharse nadie quería moverse. Todos teníamos un miedo infinito en el cuerpo.
Por suerte la casa era grande y había sitio. Ernesto McCausland y Jorge Medina
decidieron marcharse. Pero, porque antes de salir de casa se prometieron que se
acompañarían el mayor tramo de trayecto posible.
Por Alba
Pérez del Río