Mañana es la única utopía
Por: José Saramago.
Frecuentemente me preguntan qué cuántos años tengo…
¡Qué importa eso! Tengo la edad que quiero y siento. La edad en que puedo
gritar sin miedo lo que pienso. Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o lo
desconocido.
Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la
convicción de mis deseos. ¡Qué importa cuántos años tengo!
No quiero pensar en ello.
Unos dicen que ya soy viejo y otros que estoy en el apogeo.
Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón
siente y mi cerebro dicte.
Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para
hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y
atesorar éxitos.
Ahora no tienen por qué decir: Eres muy joven, no lo
lograrás.
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero
con el interés de seguir creciendo.
Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con
los dedos, y las ilusiones se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor, a veces es una loca llamarada,
ansiosa de consumirse en el fuego de una pasión deseada.
Y otras en un remanso de paz, como el atardecer en la playa.
¿Qué cuántos años tengo?
No necesito con un número marcar, pues mis anhelos
alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé al
ver mis ilusiones rotas… valen mucho más que eso.
¡Qué importa si cumplo veinte, cuarenta, o sesenta!
Lo que importa es la
edad que siento. Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos.
Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la experiencia
adquirida y la fuerza de mis anhelos.
¿Qué cuantos años tengo?
¡Eso a quién le importa! Tengo los años necesarios para
perder el miedo y hacer lo que quiero y siento.
Algo más de este escritor... luisemilioradaconrado:
De la prensa extranjera
La injusticia globalizada
José Saramago
Comenzaré por contar en brevísimas palabras un
hecho notable de la vida rural ocurrido en una aldea de los alrededores de
Florencia hace más de 400 años. Me permito solicitar toda su atención para este
importante acontecimiento histórico porque, al contrario de lo habitual, la
moraleja que se puede extraer del episodio no tendrá que esperar al final del
relato; no tardará nada en saltar a la vista.
Estaban los habitantes en sus casas o trabajando
los cultivos, entregado cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de súbito
se oyó sonar la campana de la iglesia. En aquellos píos tiempos (hablamos de algo
sucedido en el siglo XVI), las campanas tocaban varias veces a lo largo del
día, y por ese lado no debería haber motivo de extrañeza, pero aquella campana
tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí era sorprendente, puesto que no
constaba que alguien de la aldea se encontrase a punto de fenecer. Salieron por
lo tanto las mujeres a la calle, se juntaron los niños, dejaron los hombres sus
trabajos y menesteres, y en poco tiempo estaban todos congregados en el atrio
de la iglesia, a la espera de que les dijesen por quién deberían llorar. La
campana siguió sonando unos minutos más, y finalmente calló. Instantes después
se abría la puerta y un campesino aparecía en el umbral.
Pero, no siendo éste el hombre encargado de tocar
habitualmente la campana, se comprende que los vecinos le preguntasen dónde se
encontraba el campanero y quién era el muerto. "El campanero no está aquí,
soy yo quien ha hecho sonar la campana", fue la respuesta del campesino.
"Pero, entonces, ¿no ha muerto nadie?", replicaron los vecinos, y el
campesino respondió: "Nadie que tuviese nombre y figura de persona; he
tocado a muerto por la Justicia, porque la Justicia está muerta".
¿Qué había sucedido? Sucedió que el rico señor del
lugar (algún conde o marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo
cambiando de sitio los mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la
pequeña parcela del campesino, que con cada avance se reducía más. El
perjudicado empezó por protestar y reclamar, después imploró compasión, y
finalmente resolvió quejarse a las autoridades y acogerse a la protección de la
justicia.
Todo sin resultado; la expoliación continuó.
Entonces, desesperado, decidió anunciar urbi et orbi (una aldea tiene el tamaño
exacto del mundo para quien siempre ha vivido en ella) la muerte de la
Justicia. Tal vez pensase que su gesto de exaltada indignación lograría
conmover y hacer sonar todas las campanas del universo, sin diferencia de
razas, credos y costumbres, que todas ellas, sin excepción, lo acompañarían en
el toque a difuntos por la muerte de la Justicia, y no callarían hasta que
fuese resucitada. Un clamor tal que volara de casa en casa, de ciudad en
ciudad, saltando por encima de las fronteras, lanzando puentes sonoros sobre
ríos y mares, por fuerza tendría que despertar al mundo adormecido... No sé lo
que sucedió después, no sé si el brazo popular acudió a ayudar al campesino a
volver a poner los lindes en su sitio, o si los vecinos, una vez declarada
difunta la Justicia, volvieron resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a la
triste vida de todos los días.
Es bien cierto que la Historia nunca nos lo cuenta
todo.
Supongo que ésta ha sido la única vez, en cualquier
parte del mundo, en que una campana, una inerte campana de bronce, después de
tanto tocar por la muerte de seres humanos, lloró la muerte de la Justicia.
Nunca más ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido de la aldea de Florencia, más
la Justicia siguió y sigue muriendo todos los días. Ahora mismo, en este
instante en que les hablo, lejos o aquí al lado, a la puerta de nuestra casa,
alguien la está matando.
Cada vez que muere, es como si al final nunca
hubiese existido para aquellos que habían confiado en ella, para aquellos que
esperaban de ella lo que todos tenemos derecho a esperar de la Justicia:
justicia, simplemente justicia. No la que se envuelve en túnicas de teatro y
nos confunde con flores de vana retórica judicial, no la que permitió que le
vendasen los ojos y maleasen las pesas de la balanza, no la de la espada que
siempre corta más hacia un lado que hacia otro, sino una justicia pedestre, una
justicia compañera cotidiana de los hombres, una justicia para la cual lo justo
sería el sinónimo más exacto y riguroso de lo ético, una justicia que llegase a
ser tan indispensable para la felicidad del espíritu como indispensable para la
vida es el alimento del cuerpo.
Una justicia ejercida por los tribunales, sin duda,
siempre que a ellos los determinase la ley, mas también, y sobre todo, una
justicia que fuese emanación espontánea de la propia sociedad en acción, una
justicia en la que se manifestase, como ineludible imperativo moral, el respeto
por el derecho a ser que asiste a cada ser humano. Pero las campanas,
felizmente, no doblaban sólo para llorar a los que morían. Doblaban también
para señalar las horas del día y de la noche, para llamar a la fiesta o a la
devoción a los creyentes, y hubo un tiempo, en este caso no tan distante, en el
que su toque a rebato era el que convocaba al pueblo para acudir a las
catástrofes, a las inundaciones y a los incendios, a los desastres, a cualquier
peligro que amenazase a la comunidad. Hoy, el papel social de las campanas se
ve limitado al cumplimiento de las obligaciones rituales y el gesto iluminado
del campesino de Florencia se vería como la obra desatinada de un loco o, peor
aún, como simple caso policial.
Otras y distintas son las campanas que hoy
defienden y afirman, por fin, la posibilidad de implantar en el mundo aquella
justicia compañera de los hombres, aquella justicia que es condición para la
felicidad del espíritu y hasta, por sorprendente que pueda parecernos,
condición para el propio alimento del cuerpo. Si hubiese esa justicia, ni un
solo ser humano más moriría de hambre o de tantas dolencias incurables para
unos y no para otros. Si hubiese esa justicia, la existencia no sería, para más
de la mitad de la humanidad, la condenación terrible que objetivamente ha sido.
Esas campanas nuevas cuya voz se extiende, cada vez más fuerte, por todo el
mundo, son los múltiples movimientos de resistencia y acción social que pugnan
por el establecimiento de una nueva justicia distributiva y conmutativa que
todos los seres humanos puedan llegar a reconocer como intrínsecamente suya;
una justicia protegida por la libertad y el derecho, no por ninguna de sus
negaciones. He dicho que para esa justicia disponemos ya de un código de
aplicación práctica al alcance de cualquier comprensión, y que ese código se
encuentra consignado desde hace 50 años en la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, aquellos treinta derechos básicos y esenciales de los que hoy
sólo se habla vagamente, cuando no se silencian sistemáticamente, más
desprestigiados y mancillados hoy en día de lo que estuvieran, hace 400 años,
la propiedad y la libertad del campesino de Florencia. Y también he dicho que
la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tal y como está redactada, y
sin necesidad de alterar siquiera una coma, podría sustituir con creces, en lo
que respecta a la rectitud de principios y a la claridad de objetivos, a los
programas de todos los partidos políticos del mundo, expresamente a los de la
denominada izquierda, anquilosados en fórmulas caducas, ajenos o impotentes
para plantar cara a la brutal realidad del mundo actual, que cierran los ojos a
las ya evidentes y temibles amenazas que el futuro prepara contra aquella
dignidad racional y sensible que imaginábamos que era la aspiración suprema de
los seres humanos. Añadiré que las mismas razones que me llevan a referirme en
estos términos a los partidos políticos en general, las aplico igualmente a los
sindicatos locales y, en consecuencia, al movimiento sindical internacional en
su conjunto. De un modo consciente o inconsciente, el dócil y burocratizado
sindicalismo que hoy nos queda es, en gran parte, responsable del
adormecimiento social resultante del proceso de globalización económica en
marcha. No me alegra decirlo, mas no podría callarlo. Y, también, si me
autorizan a añadir algo de mi cosecha particular a las fábulas de La Fontaine,
diré entonces que, si no intervenimos a tiempo —es decir, ya— el ratón de los
derechos humanos acabará por ser devorado implacablemente por el gato de la
globalización económica.
¿Y la democracia, ese milenario invento de unos
atenienses ingenuos para quienes significaba, en las circunstancias sociales y
políticas concretas del momento, y según la expresión consagrada, un gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo? Oigo muchas veces razonar a
personas sinceras, y de buena fe comprobada, y a otras que tienen interés por
simular esa apariencia de bondad, que, a pesar de ser una evidencia irrefutable
la situación de catástrofe en que se encuentra la mayor parte del planeta, será
precisamente en el marco de un sistema democrático general como más
probabilidades tendremos de llegar a la consecución plena o al menos
satisfactoria de los derechos humanos. Nada más cierto, con la condición de que
el sistema de gobierno y de gestión de la sociedad al que actualmente llamamos
democracia fuese efectivamente democrático. Y no lo es.
Es verdad que podemos votar, es verdad que podemos,
por delegación de la partícula de soberanía que se nos reconoce como ciudadanos
con voto y normalmente a través de un partido, escoger nuestros representantes
en el Parlamento; es cierto, en fin, que de la relevancia numérica de tales representaciones
y de las combinaciones políticas que la necesidad de una mayoría impone,
siempre resultará un gobierno. Todo esto es cierto, pero es igualmente cierto
que la posibilidad de acción democrática comienza y acaba ahí. El elector podrá
quitar del poder a un gobierno que no le agrade y poner otro en su lugar, pero
su voto no ha tenido, no tiene y nunca tendrá un efecto visible sobre la única
fuerza real que gobierna el mundo, y por lo tanto su país y su persona: me
refiero, obviamente, al poder económico, en particular a la parte del mismo,
siempre en aumento, regida por las empresas multinacionales de acuerdo con
estrategias de dominio que nada tienen que ver con aquel bien común al que, por
definición, aspira la democracia.
Todos sabemos que así y todo, por una especie de
automatismo verbal y mental que no nos deja ver la cruda desnudez de los
hechos, seguimos hablando de la democracia como si se tratase de algo vivo y
actuante, cuando de ella nos queda poco más que un conjunto de formas ritualizadas,
los inocuos pasos y los gestos de una especie de misa laica. Y no nos
percatamos, como si para eso no bastase con tener ojos, de que nuestros
gobiernos, esos que para bien o para mal elegimos y de los que somos, por lo
tanto, los primeros responsables, se van convirtiendo cada vez más en meros
comisarios políticos del poder económico, con la misión objetiva de producir
las leyes que convengan a ese poder, para después, envueltas en los dulces de
la pertinente publicidad oficial y particular, introducirlas en el mercado
social sin suscitar demasiadas protestas, salvo las de ciertas conocidas
minorías eternamente descontentas.
¿Qué hacer? De la literatura a la ecología, de la
guerra de las galaxias al efecto invernadero, del tratamiento de los residuos a
las congestiones de tráfico, todo se discute en este mundo nuestro.
Pero el sistema democrático, como si de un dato
definitivamente adquirido se tratase, intocable por naturaleza hasta la
consumación de los siglos, ése no se discute. Mas si no estoy equivocado, si no
soy incapaz de sumar dos y dos, entonces, entre tantas otras discusiones
necesarias o indispensables, urge, antes de que se nos haga demasiado tarde,
promover un debate mundial sobre la democracia y las causas de su decadencia,
sobre la intervención de los ciudadanos en la vida política y social, sobre las
relaciones entre los Estados y el poder económico y financiero mundial, sobre
aquello que afirma y aquello que niega la democracia, sobre el derecho a la
felicidad y a una existencia digna, sobre las miserias y esperanzas de la
humanidad o, hablando con menos retórica, de los simples seres humanos que la
componen, uno a uno y todos juntos.
No hay peor engaño que el de quien se engaña a sí
mismo. Y así estamos viviendo. No tengo más que decir. O sí, apenas una palabra
para pedir un instante de silencio. El campesino de Florencia acaba de subir
una vez más a la torre de la iglesia, la campana va a sonar. Oigámosla, por
favor.
(Tomado de Other News)
radar económico, luisemilioradaconrado
Mañana es la única utopía
Por: José Saramago.
Frecuentemente me preguntan qué cuántos años tengo…
¡Qué importa eso! Tengo la edad que quiero y siento. La edad en que puedo
gritar sin miedo lo que pienso. Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o lo
desconocido.
Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos. ¡Qué importa cuántos años tengo!
No quiero pensar en ello.
Unos dicen que ya soy viejo y otros que estoy en el apogeo. Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte.
Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y atesorar éxitos.
Ahora no tienen por qué decir: Eres muy joven, no lo lograrás.
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero con el interés de seguir creciendo.
Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos, y las ilusiones se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor, a veces es una loca llamarada, ansiosa de consumirse en el fuego de una pasión deseada.
Y otras en un remanso de paz, como el atardecer en la playa.
¿Qué cuántos años tengo?
No necesito con un número marcar, pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones rotas… valen mucho más que eso.
¡Qué importa si cumplo veinte, cuarenta, o sesenta!
Lo que importa es la edad que siento. Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos. Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la experiencia adquirida y la fuerza de mis anhelos.
¿Qué cuantos años tengo?
¡Eso a quién le importa! Tengo los años necesarios para perder el miedo y hacer lo que quiero y siento.
Algo más de este escritor... luisemilioradaconrado:
De la prensa extranjera
La injusticia globalizada
La injusticia globalizada
José Saramago
Comenzaré por contar en brevísimas palabras un
hecho notable de la vida rural ocurrido en una aldea de los alrededores de
Florencia hace más de 400 años. Me permito solicitar toda su atención para este
importante acontecimiento histórico porque, al contrario de lo habitual, la
moraleja que se puede extraer del episodio no tendrá que esperar al final del
relato; no tardará nada en saltar a la vista.
Estaban los habitantes en sus casas o trabajando
los cultivos, entregado cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de súbito
se oyó sonar la campana de la iglesia. En aquellos píos tiempos (hablamos de algo
sucedido en el siglo XVI), las campanas tocaban varias veces a lo largo del
día, y por ese lado no debería haber motivo de extrañeza, pero aquella campana
tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí era sorprendente, puesto que no
constaba que alguien de la aldea se encontrase a punto de fenecer. Salieron por
lo tanto las mujeres a la calle, se juntaron los niños, dejaron los hombres sus
trabajos y menesteres, y en poco tiempo estaban todos congregados en el atrio
de la iglesia, a la espera de que les dijesen por quién deberían llorar. La
campana siguió sonando unos minutos más, y finalmente calló. Instantes después
se abría la puerta y un campesino aparecía en el umbral.
Pero, no siendo éste el hombre encargado de tocar
habitualmente la campana, se comprende que los vecinos le preguntasen dónde se
encontraba el campanero y quién era el muerto. "El campanero no está aquí,
soy yo quien ha hecho sonar la campana", fue la respuesta del campesino.
"Pero, entonces, ¿no ha muerto nadie?", replicaron los vecinos, y el
campesino respondió: "Nadie que tuviese nombre y figura de persona; he
tocado a muerto por la Justicia, porque la Justicia está muerta".
¿Qué había sucedido? Sucedió que el rico señor del
lugar (algún conde o marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo
cambiando de sitio los mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la
pequeña parcela del campesino, que con cada avance se reducía más. El
perjudicado empezó por protestar y reclamar, después imploró compasión, y
finalmente resolvió quejarse a las autoridades y acogerse a la protección de la
justicia.
Todo sin resultado; la expoliación continuó. Entonces, desesperado, decidió anunciar urbi et orbi (una aldea tiene el tamaño exacto del mundo para quien siempre ha vivido en ella) la muerte de la Justicia. Tal vez pensase que su gesto de exaltada indignación lograría conmover y hacer sonar todas las campanas del universo, sin diferencia de razas, credos y costumbres, que todas ellas, sin excepción, lo acompañarían en el toque a difuntos por la muerte de la Justicia, y no callarían hasta que fuese resucitada. Un clamor tal que volara de casa en casa, de ciudad en ciudad, saltando por encima de las fronteras, lanzando puentes sonoros sobre ríos y mares, por fuerza tendría que despertar al mundo adormecido... No sé lo que sucedió después, no sé si el brazo popular acudió a ayudar al campesino a volver a poner los lindes en su sitio, o si los vecinos, una vez declarada difunta la Justicia, volvieron resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a la triste vida de todos los días.
Es bien cierto que la Historia nunca nos lo cuenta todo.
Supongo que ésta ha sido la única vez, en cualquier
parte del mundo, en que una campana, una inerte campana de bronce, después de
tanto tocar por la muerte de seres humanos, lloró la muerte de la Justicia.
Nunca más ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido de la aldea de Florencia, más
la Justicia siguió y sigue muriendo todos los días. Ahora mismo, en este
instante en que les hablo, lejos o aquí al lado, a la puerta de nuestra casa,
alguien la está matando.
Cada vez que muere, es como si al final nunca hubiese existido para aquellos que habían confiado en ella, para aquellos que esperaban de ella lo que todos tenemos derecho a esperar de la Justicia: justicia, simplemente justicia. No la que se envuelve en túnicas de teatro y nos confunde con flores de vana retórica judicial, no la que permitió que le vendasen los ojos y maleasen las pesas de la balanza, no la de la espada que siempre corta más hacia un lado que hacia otro, sino una justicia pedestre, una justicia compañera cotidiana de los hombres, una justicia para la cual lo justo sería el sinónimo más exacto y riguroso de lo ético, una justicia que llegase a ser tan indispensable para la felicidad del espíritu como indispensable para la vida es el alimento del cuerpo.
Una justicia ejercida por los tribunales, sin duda, siempre que a ellos los determinase la ley, mas también, y sobre todo, una justicia que fuese emanación espontánea de la propia sociedad en acción, una justicia en la que se manifestase, como ineludible imperativo moral, el respeto por el derecho a ser que asiste a cada ser humano. Pero las campanas, felizmente, no doblaban sólo para llorar a los que morían. Doblaban también para señalar las horas del día y de la noche, para llamar a la fiesta o a la devoción a los creyentes, y hubo un tiempo, en este caso no tan distante, en el que su toque a rebato era el que convocaba al pueblo para acudir a las catástrofes, a las inundaciones y a los incendios, a los desastres, a cualquier peligro que amenazase a la comunidad. Hoy, el papel social de las campanas se ve limitado al cumplimiento de las obligaciones rituales y el gesto iluminado del campesino de Florencia se vería como la obra desatinada de un loco o, peor aún, como simple caso policial.
Otras y distintas son las campanas que hoy
defienden y afirman, por fin, la posibilidad de implantar en el mundo aquella
justicia compañera de los hombres, aquella justicia que es condición para la
felicidad del espíritu y hasta, por sorprendente que pueda parecernos,
condición para el propio alimento del cuerpo. Si hubiese esa justicia, ni un
solo ser humano más moriría de hambre o de tantas dolencias incurables para
unos y no para otros. Si hubiese esa justicia, la existencia no sería, para más
de la mitad de la humanidad, la condenación terrible que objetivamente ha sido.
Esas campanas nuevas cuya voz se extiende, cada vez más fuerte, por todo el
mundo, son los múltiples movimientos de resistencia y acción social que pugnan
por el establecimiento de una nueva justicia distributiva y conmutativa que
todos los seres humanos puedan llegar a reconocer como intrínsecamente suya;
una justicia protegida por la libertad y el derecho, no por ninguna de sus
negaciones. He dicho que para esa justicia disponemos ya de un código de
aplicación práctica al alcance de cualquier comprensión, y que ese código se
encuentra consignado desde hace 50 años en la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, aquellos treinta derechos básicos y esenciales de los que hoy
sólo se habla vagamente, cuando no se silencian sistemáticamente, más
desprestigiados y mancillados hoy en día de lo que estuvieran, hace 400 años,
la propiedad y la libertad del campesino de Florencia. Y también he dicho que
la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tal y como está redactada, y
sin necesidad de alterar siquiera una coma, podría sustituir con creces, en lo
que respecta a la rectitud de principios y a la claridad de objetivos, a los
programas de todos los partidos políticos del mundo, expresamente a los de la
denominada izquierda, anquilosados en fórmulas caducas, ajenos o impotentes
para plantar cara a la brutal realidad del mundo actual, que cierran los ojos a
las ya evidentes y temibles amenazas que el futuro prepara contra aquella
dignidad racional y sensible que imaginábamos que era la aspiración suprema de
los seres humanos. Añadiré que las mismas razones que me llevan a referirme en
estos términos a los partidos políticos en general, las aplico igualmente a los
sindicatos locales y, en consecuencia, al movimiento sindical internacional en
su conjunto. De un modo consciente o inconsciente, el dócil y burocratizado
sindicalismo que hoy nos queda es, en gran parte, responsable del
adormecimiento social resultante del proceso de globalización económica en
marcha. No me alegra decirlo, mas no podría callarlo. Y, también, si me
autorizan a añadir algo de mi cosecha particular a las fábulas de La Fontaine,
diré entonces que, si no intervenimos a tiempo —es decir, ya— el ratón de los
derechos humanos acabará por ser devorado implacablemente por el gato de la
globalización económica.
¿Y la democracia, ese milenario invento de unos atenienses ingenuos para quienes significaba, en las circunstancias sociales y políticas concretas del momento, y según la expresión consagrada, un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo? Oigo muchas veces razonar a personas sinceras, y de buena fe comprobada, y a otras que tienen interés por simular esa apariencia de bondad, que, a pesar de ser una evidencia irrefutable la situación de catástrofe en que se encuentra la mayor parte del planeta, será precisamente en el marco de un sistema democrático general como más probabilidades tendremos de llegar a la consecución plena o al menos satisfactoria de los derechos humanos. Nada más cierto, con la condición de que el sistema de gobierno y de gestión de la sociedad al que actualmente llamamos democracia fuese efectivamente democrático. Y no lo es.
Es verdad que podemos votar, es verdad que podemos,
por delegación de la partícula de soberanía que se nos reconoce como ciudadanos
con voto y normalmente a través de un partido, escoger nuestros representantes
en el Parlamento; es cierto, en fin, que de la relevancia numérica de tales representaciones
y de las combinaciones políticas que la necesidad de una mayoría impone,
siempre resultará un gobierno. Todo esto es cierto, pero es igualmente cierto
que la posibilidad de acción democrática comienza y acaba ahí. El elector podrá
quitar del poder a un gobierno que no le agrade y poner otro en su lugar, pero
su voto no ha tenido, no tiene y nunca tendrá un efecto visible sobre la única
fuerza real que gobierna el mundo, y por lo tanto su país y su persona: me
refiero, obviamente, al poder económico, en particular a la parte del mismo,
siempre en aumento, regida por las empresas multinacionales de acuerdo con
estrategias de dominio que nada tienen que ver con aquel bien común al que, por
definición, aspira la democracia.
Todos sabemos que así y todo, por una especie de
automatismo verbal y mental que no nos deja ver la cruda desnudez de los
hechos, seguimos hablando de la democracia como si se tratase de algo vivo y
actuante, cuando de ella nos queda poco más que un conjunto de formas ritualizadas,
los inocuos pasos y los gestos de una especie de misa laica. Y no nos
percatamos, como si para eso no bastase con tener ojos, de que nuestros
gobiernos, esos que para bien o para mal elegimos y de los que somos, por lo
tanto, los primeros responsables, se van convirtiendo cada vez más en meros
comisarios políticos del poder económico, con la misión objetiva de producir
las leyes que convengan a ese poder, para después, envueltas en los dulces de
la pertinente publicidad oficial y particular, introducirlas en el mercado
social sin suscitar demasiadas protestas, salvo las de ciertas conocidas
minorías eternamente descontentas.
¿Qué hacer? De la literatura a la ecología, de la
guerra de las galaxias al efecto invernadero, del tratamiento de los residuos a
las congestiones de tráfico, todo se discute en este mundo nuestro.
Pero el sistema democrático, como si de un dato
definitivamente adquirido se tratase, intocable por naturaleza hasta la
consumación de los siglos, ése no se discute. Mas si no estoy equivocado, si no
soy incapaz de sumar dos y dos, entonces, entre tantas otras discusiones
necesarias o indispensables, urge, antes de que se nos haga demasiado tarde,
promover un debate mundial sobre la democracia y las causas de su decadencia,
sobre la intervención de los ciudadanos en la vida política y social, sobre las
relaciones entre los Estados y el poder económico y financiero mundial, sobre
aquello que afirma y aquello que niega la democracia, sobre el derecho a la
felicidad y a una existencia digna, sobre las miserias y esperanzas de la
humanidad o, hablando con menos retórica, de los simples seres humanos que la
componen, uno a uno y todos juntos.
No hay peor engaño que el de quien se engaña a sí
mismo. Y así estamos viviendo. No tengo más que decir. O sí, apenas una palabra
para pedir un instante de silencio. El campesino de Florencia acaba de subir
una vez más a la torre de la iglesia, la campana va a sonar. Oigámosla, por
favor.
(Tomado de Other News)
radar económico, luisemilioradaconrado
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